Tengo que volver a referirme a César
Trujillo, ese francotirador de ocurrencias, al que tanto critico como admiro, mientras
me precio de tenerlo como amigo invisible. Hace unos días tuvo la osadía de enviar
un escrito a su ayuntamiento de residencia, renunciando de antemano a cualquier
distinción honorífica de la que pueda un día ser objeto. Alega no merecer ni
necesitar – y sobre todo, no querer- ser sorprendido por reconocimiento público
distinto del respeto que reconoce a todo el mundo y lleva además su
atrevimiento a despreciar la nominación de una calle o el izado de una estatua.
Superado el primer estupor le contesta el concejal de cultura, hombre cultivado
como corresponde a su responsabilidad que, haciendo alarde de impostada
elegancia y superando una crisis de vergüenza ajena, le recuerda que nunca los
méritos deben ser valorados por el interesado y le recomienda paciencia ya que
los de un bibliotecario se advierten en la medida que el pueblo se cultiva, meta
que aún tiene amplio recorrido.