No sé si en alguna normativa se recoge el derecho al silencio o si existe sólo en el universo de mi fantasía. Lo que sí tengo claro es mi derecho inalienable y garantizado al ruido, aura que me acompaña y para la que recomiendo paciencia porque alguien importante dijo – y si no lo dijo debió decirlo- que cuando no puedes vencer a un enemigo, lo sensato es aliarte con él, consejo que resume la estrategia más inteligente y económica frente a las causas perdidas.
Por el día, el ruido del tráfico rodado
que se mezcla con nuestro humano afán puede hasta ser un indicador de progreso,
lo mismo que la producción de basura. En la difícil competencia por hacerse
oír, reinan las motos, para las que no existe normativa capaz de atenuar el
delicioso sonido que asciende en busca de un clímax auditivo que finalmente no llega.
Nada que ver con el patinete, engendro silencioso al que habrá que dotar de un emisor
de estrépito para que la circulación por aceras pierda sigilo y los torpes
peatones asuman su pérdida de preferencia sin recurrir al fácil pretexto de no
haber oído.
La nocturnidad, lejos de garantizar
el aburrido silencio, hace más audible el contraste. Apenas afloja el calor, cuando
abres la ventana al soplo que alivie tus sudores, mientras te envuelve un breve
confort, suficiente para que caiga el libro de las manos, comienza la rutina
que habías olvidado: es casi la 1:00 y ahí está el camión de la basura con su ritual
de golpes y aromas añorados. Bien, serán cinco minutos, así que vuelves al
libro hasta que te zambulles en el bullicio de las bodegas de un barco que se
están cargando con golpes secos y ruido de olas. No, no estabas leyendo una
historia de corsarios de Salgari, sino que son las 3:14 y hoy toca baldeo de
contenedores. La noticia buena es que parece haber amainado el calor y, con un
poco de suerte, podrás dormir todavía.
Algo grave está pasando, porque
el avión no despega. En vano va y viene por la pista sin que su bramido lo
eleve. El temor al inminente y fatal desenlace te devuelve a la realidad y lo que
creíste el inicio de un aventurado viaje al Caribe termina en decepción, aunque
te libra - menos mal – del apuro que estabas pasando. Bajo tu ventana ruge un
dragón de ojos brillantes y brazos giratorios que se afana pescando en el revuelo
de basura que un pajecillo luminiscente le intenta acercar con el escandaloso
soplador que levanta remolinos de polvo y papeles. ¿No habrá otras calles que
limpiar a estas horas? No puedes por menos de añorar a los barrenderos tan
silenciosos, ecológicos y sostenibles realizando una labor eficaz y necesaria,
precisamente, por nuestra afición a la suciedad de puertas afuera. En los
lejanos años de adolescencia, recuerdo haberlos envidiado camino de algún
examen, presa del inevitable pánico académico.
Quizá yo sea un obseso; del
ruido, quiero decir. Al fin dormido y sueño con golpes desde hace un rato. No
tengo arreglo, pero quizá lo tenga la faena que trae entre manos algún vecino,
no importa la distancia, porque la estructura es perfecto transmisor. Son las 8:15
y la fiesta durará hasta las 11:00 como mínimo, porque los albañiles empiezan por
un estrépito demoledor que tiende a susurro a medida que transcurre la jornada.
Tarde o temprano, a todos nos
espera un largo silencio. No hay razón para ahorrarse un signo tan de vida como
el ruido. Disfrutemos, mientras llega el turno del manitas con taladro.
Muy bueno este derecho al ruido, que yo completaría con el deber de llevar tapones, a discreción del momento.
ResponderEliminarQuizás no sea tanto derecho como la evidencia de que lo tienes garantizado, amigo, y qué poco preocupa a quienes debieran responder de éste y otros desmanes.
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