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martes, octubre 08, 2019

Emilio Carrillo

De vez en cuando es una delicia equivocarse, aunque reconocerlo requiera de ciertas habilidades que no siempre tenemos al alcance. Crees saber algo y en tu soberbia de augur, te atreves a pronosticar. Por fortuna, la vida depara sorpresas que hasta puedes disfrutar con tal de que cuentes con un mínimo de humildad y la mitad de generosidad que exiges para tus cosas.  

Me gustaría decir que fui maestro de Emilio, que lo enseñé a leer, a hacer cuentas, a pensar y a ser alguien de provecho, pero no es cierto y posiblemente no le enseñé nada. Cuando lo conocí, yo era un maestro de niños pequeños y él un mozalbete que cumplía a la perfección lo que se suele esperar de su edad: capacidad para amargar la vigilancia de recreo a cualquiera y esa fue mi escasa relación con él. Lo recuerdo, como a tantos, metido en los típicos fregados del patio de la Alfaguara, extenso como para que no hubiera demasiados choques pero alguna vez me tocó hacer de juez, árbitro y víctima –tampoco quiero exagerar- de los encuentros y desencuentros de aquella panda de zangolotinos. Mantenía en su grupo, florida panoplia de lo mejor de cada casa, una camaradería de conveniencia que tanto servía para meter goles y celebrarlos, como para organizar pleitos y voceríos con el consiguiente amargamiento del pardillo de turno que si, como era mi caso, tenía con ellos poca ascendencia al no darles clase alguna, terminaba con la resignación de las causas perdidas y la obligación de aguantar en acto de servicio. En resumen, sin destacar a Emilio por encima de otros, que cada cual tenía su mérito, lo había clasificado en el grupo de los “quemasangre” para un maestro.