En las tediosas siestas de la lejana niñez, cuando el encierro obligatorio duraba lo que el rigor solar y la voluntad de los mayores, resultaba amena la compañía de un gato silencioso, comodón y egoísta que aguantaba estoico las gamberradas de los chiquillos prestando su complicidad a más de una divertida aventura. De él aprendí, uñas por medio, que los pactos amigables pueden romperse en cuanto se toquen las cosas de comer.