A nadie se le ocultan las dificultades que debe superar un licenciado en derecho para acceder a la carrera judicial en cualquiera de sus variedades. Tal vez el propio sistema haya diseñado unas pruebas acordes con la complicada y exigente tarea a la que han de enfrentarse. Contra lo que podría pensarse, la recompensa para los que lo consiguen no suele ser tan abundante en fortuna como en responsabilidad, y en la mayoría de los casos, la posible satisfacción de realizar una labor tan necesaria como ingrata y de la que sólo hallará contento en una de las partes. Algunas veces, ni eso.
El hombre de la calle, poco sobrado
de saberes, pero con experiencia y por ello cargado de sentido común, ha leído
que la justicia, en su origen romano se entendía como una virtud social que se
concreta en la constante y perpetua voluntad de dar a cada cual su
derecho, regida por mandatos como el de vivir
honestamente, no hacer daño a nadie y respetar a los demás. Poco tarda en darse
cuenta de que esa lectura es demasiado simple y empieza a intuir la presencia
de un ente burocrático, ambiguo y artificial, que parece dominar a todos y se impone
al supuesto origen comunitario que lo generó, precisamente, para evitar los
abusos de quienes tuvieran más poder o menos escrúpulos.
Este verano hemos conocido por los
medios de comunicación dos casos tristemente célebres por parecidos: el de dos
policías en acto de servicio y el de un empresario. En los dos parece estar
probada la violación o el abuso y en ambos se da una escandalosa rebaja de pena,
merced a un acuerdo o conformidad de las partes - víctimas, violadores y
ministerio fiscal - de manera que las peticiones de al menos treinta años se
rebajan a dos, lo que excluye la entrada en prisión, a condición de no cometer
nuevos delitos en los próximos tres años y someterse a un programa de educación
sexual. El tribunal ha aceptado contra
el criterio del presidente de la sección correspondiente, mientras la
coordinadora de Jueces para la Democracia en Málaga manifieste que “repugna que
en estos casos no haya penas de prisión”.
Y el hombre de la calle,
estupefacto e incrédulo, se pregunta si esto puede ser así, si la aceptación de
una parte extingue la ofensa al resto de la sociedad, si la mediación es labor
de los fiscales o si no hay forma de enmendar un disparate. No entiende que al irreparable
daño de las víctimas se sume el hastío legal, la indemnización humillante y la certeza
del miedo agravado con la responsabilidad de negociar su decoro, otra vez en
desventaja, con la anuencia de quien debiera defenderlo. Sin entrar en los mil
agravantes que ya nos han descrito los medios estos días, uno se pregunta dónde
están tantos y tantas que dicen defender los derechos de las mujeres y permanecen
hoy en un silencio atronador.
Ignorante de los entresijos que
manejan los sabios togados, ese mismo pensador anónimo alberga la duda sobre si
merece la pena tanto estudio y esfuerzo para tomar unas decisiones que no
contentan a casi nadie y a nadie parecen justas, pero que benefician a los
malvados. Y recela, como el desconfiado en que lo ha convertido la experiencia ajena,
si llegado el caso, debe buscar la justicia por su cuenta. Aprendizaje vicario
se llama.
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