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sábado, julio 30, 2022

Tanto estudiar...para esto




 A nadie se le ocultan las dificultades que debe superar un licenciado en derecho para acceder a la carrera judicial en cualquiera de sus variedades. Tal vez el propio sistema haya diseñado unas pruebas acordes con la complicada y exigente tarea a la que han de enfrentarse. Contra lo que podría pensarse, la recompensa para los que lo consiguen no suele ser tan abundante en fortuna como en responsabilidad, y en la mayoría de los casos, la posible satisfacción de realizar una labor tan necesaria como ingrata y de la que sólo hallará contento en una de las partes. Algunas veces, ni eso.

El hombre de la calle, poco sobrado de saberes, pero con experiencia y por ello cargado de sentido común, ha leído que la justicia, en su origen romano se entendía como una virtud social que se concreta en la constante y perpetua voluntad de dar a cada cual su derecho,  regida por mandatos como el de vivir honestamente, no hacer daño a nadie y respetar a los demás. Poco tarda en darse cuenta de que esa lectura es demasiado simple y empieza a intuir la presencia de un ente burocrático, ambiguo y artificial, que parece dominar a todos y se impone al supuesto origen comunitario que lo generó, precisamente, para evitar los abusos de quienes tuvieran más poder o menos escrúpulos.

Este verano hemos conocido por los medios de comunicación dos casos tristemente célebres por parecidos: el de dos policías en acto de servicio y el de un empresario. En los dos parece estar probada la violación o el abuso y en ambos se da una escandalosa rebaja de pena, merced a un acuerdo o conformidad de las partes - víctimas, violadores y ministerio fiscal - de manera que las peticiones de al menos treinta años se rebajan a dos, lo que excluye la entrada en prisión, a condición de no cometer nuevos delitos en los próximos tres años y someterse a un programa de educación sexual.  El tribunal ha aceptado contra el criterio del presidente de la sección correspondiente, mientras la coordinadora de Jueces para la Democracia en Málaga manifieste que “repugna que en estos casos no haya penas de prisión”. 

Y el hombre de la calle, estupefacto e incrédulo, se pregunta si esto puede ser así, si la aceptación de una parte extingue la ofensa al resto de la sociedad, si la mediación es labor de los fiscales o si no hay forma de enmendar un disparate. No entiende que al irreparable daño de las víctimas se sume el hastío legal, la indemnización humillante y la certeza del miedo agravado con la responsabilidad de negociar su decoro, otra vez en desventaja, con la anuencia de quien debiera defenderlo. Sin entrar en los mil agravantes que ya nos han descrito los medios estos días, uno se pregunta dónde están tantos y tantas que dicen defender los derechos de las mujeres y permanecen hoy en un silencio atronador.

Ignorante de los entresijos que manejan los sabios togados, ese mismo pensador anónimo alberga la duda sobre si merece la pena tanto estudio y esfuerzo para tomar unas decisiones que no contentan a casi nadie y a nadie parecen justas, pero que benefician a los malvados. Y recela, como el desconfiado en que lo ha convertido la experiencia ajena, si llegado el caso, debe buscar la justicia por su cuenta. Aprendizaje vicario se llama.  

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