No es César, como puede parecer, dado
a fanfarronadas, aunque sí a impulsos, así que de sobra sé que le importa un
bledo la intensidad de la tormenta que se aproxima. Hace tiempo me envió un
breve sobre la vanidad - mala hierba que dice observar en progreso disfrazada
de cualquier cosa – en el que decía que poner el nombre de alguien a una calle debería
ser un reconocimiento de dignidad y méritos relacionados con el lugar que lo
nombra de manera que merezca ser recordado por las generaciones venideras. Cuando
no haya quien reúna esas condiciones, más vale dejar a cada rincón con la
denominación que le da el uso cotidiano y sabio de los pueblos, aprovechando
apelativos que sirvan para todos y estén a salvo del desdoro que supondrá, si
llega el caso, la ingrata sustitución.
Parecidos razonamientos hace del levantamiento
de una estatua, normalmente de mayor tamaño que el natural y subida a un pedestal
facilitando la visión remota. Avisa de que, aunque se hace como reconocimiento
público, más de una vez puede servir para lo contrario y así recuerda la cita
de un pensador americano, cuyo nombre no viene ahora al caso, cuando dice que
erigir una estatua es dar una oportunidad al tiempo para derribarla con una
energía proporcional a su masa y su altura. De haber conocido las peripecias de
la de Carlos V frente a la fachada de su magna obra, la universidad de Granada,
añadiría nuevos argumentos a sus razones iconoclastas. Otras, situadas a pie de
calle y tamaño natural, facilitan el acercamiento arrebatando a las palomas la
exclusividad de acariciarlas o hacerlas objeto de alivios escatológicos. Cuando
alguien las convierte en el símbolo de frustraciones colectivas, puede desatarse
una ola destructora de parecido ímpetu al afán de levantarlas. Puede que sea
este el riesgo que valoraron algunas creencias religiosas al prohibir la reproducción
de imágenes de culto por temor a facilitar la irreverencia.
A pesar de la sombra de pedante
que soporta, entiendo la postura del amigo. No será reconocido por su trabajo debidamente
remunerado y sólo a él importará hasta dónde lleva su celo profesional, pero escribe
por no callar ante la nómina de meritorios de ocasión que prolifera hasta el
bochorno, blanquea la mediocridad y desprestigia tantos homenajes. Y lo de
menos son los truenos que ha provocado.
Simplemente: qué pocos hay de estos que describes tan maravillosamente. Y con su pro y contra. Sin ajaracas.
ResponderEliminar