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miércoles, junio 29, 2022

Ni calle, ni estatua



 Tengo que volver a referirme a César Trujillo, ese francotirador de ocurrencias, al que tanto critico como admiro, mientras me precio de tenerlo como amigo invisible. Hace unos días tuvo la osadía de enviar un escrito a su ayuntamiento de residencia, renunciando de antemano a cualquier distinción honorífica de la que pueda un día ser objeto. Alega no merecer ni necesitar – y sobre todo, no querer- ser sorprendido por reconocimiento público distinto del respeto que reconoce a todo el mundo y lleva además su atrevimiento a despreciar la nominación de una calle o el izado de una estatua. Superado el primer estupor le contesta el concejal de cultura, hombre cultivado como corresponde a su responsabilidad que, haciendo alarde de impostada elegancia y superando una crisis de vergüenza ajena, le recuerda que nunca los méritos deben ser valorados por el interesado y le recomienda paciencia ya que los de un bibliotecario se advierten en la medida que el pueblo se cultiva, meta que aún tiene amplio recorrido. 

No es César, como puede parecer, dado a fanfarronadas, aunque sí a impulsos, así que de sobra sé que le importa un bledo la intensidad de la tormenta que se aproxima. Hace tiempo me envió un breve sobre la vanidad - mala hierba que dice observar en progreso disfrazada de cualquier cosa – en el que decía que poner el nombre de alguien a una calle debería ser un reconocimiento de dignidad y méritos relacionados con el lugar que lo nombra de manera que merezca ser recordado por las generaciones venideras. Cuando no haya quien reúna esas condiciones, más vale dejar a cada rincón con la denominación que le da el uso cotidiano y sabio de los pueblos, aprovechando apelativos que sirvan para todos y estén a salvo del desdoro que supondrá, si llega el caso, la ingrata sustitución.    

Parecidos razonamientos hace del levantamiento de una estatua, normalmente de mayor tamaño que el natural y subida a un pedestal facilitando la visión remota. Avisa de que, aunque se hace como reconocimiento público, más de una vez puede servir para lo contrario y así recuerda la cita de un pensador americano, cuyo nombre no viene ahora al caso, cuando dice que erigir una estatua es dar una oportunidad al tiempo para derribarla con una energía proporcional a su masa y su altura. De haber conocido las peripecias de la de Carlos V frente a la fachada de su magna obra, la universidad de Granada, añadiría nuevos argumentos a sus razones iconoclastas. Otras, situadas a pie de calle y tamaño natural, facilitan el acercamiento arrebatando a las palomas la exclusividad de acariciarlas o hacerlas objeto de alivios escatológicos. Cuando alguien las convierte en el símbolo de frustraciones colectivas, puede desatarse una ola destructora de parecido ímpetu al afán de levantarlas. Puede que sea este el riesgo que valoraron algunas creencias religiosas al prohibir la reproducción de imágenes de culto por temor a facilitar la irreverencia.

A pesar de la sombra de pedante que soporta, entiendo la postura del amigo. No será reconocido por su trabajo debidamente remunerado y sólo a él importará hasta dónde lleva su celo profesional, pero escribe por no callar ante la nómina de meritorios de ocasión que prolifera hasta el bochorno, blanquea la mediocridad y desprestigia tantos homenajes. Y lo de menos son los truenos que ha provocado. 

1 comentario:

  1. Simplemente: qué pocos hay de estos que describes tan maravillosamente. Y con su pro y contra. Sin ajaracas.

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