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lunes, mayo 30, 2022

Estos Fabio, ay dolor...

 Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora /campos  de soledad, mustio collado/fueron un tiempo Itálica famosa…

Durante algún tiempo, este inicio de la Canción a las ruinas de Itálica, de Rodrigo Caro (1573-1647) puso letra a la evidencia de los efectos del abandono, la incuria y la pereza en el patrimonio común. Lamento desesperado ante la irreversible degradación de monumentos y parajes, un mal que viene de lejos y para el que no parece haber remedio.

Los paseos diarios que impuso la pandemia me han recordado más de una vez, estos versos al pasar delante del montón de piedras sillares que aguardan, en formación anárquica, frente a la entrada trasera del hospital de Alta Resolución de Loja. Una cantidad menor de ellas se esparce en parecido desorden, junto a la plataforma de hormigón que sirve para el aterrizaje de helicópteros de transporte sanitario. Salvo que me encuentre en un error  –territorio que frecuento y que en este caso me agradaría  - proceden del histórico puente Gran Capitán, cuyo solo nombre debiera provocar el respeto que no se le reconoce al monumento, a su edad ni a su historia.  

Busco alivio curioso a mi ignorancia y encuentro en el libro “Noticias históricas de la ciudad de Loja” (Tomo I) de D. Rafael del Rosal Pauli y D. Fernando Derqui del Rosal, detalles sobre la azarosa construcción de esta importante pieza arquitectónica que comunica la ciudad por su parte norte.  Además de otras curiosidades, los autores hacen un relato detallado, y parece que riguroso, de las desventuras y fatigas que costó terminar la obra con escasez de medios y tecnología precaria. Imposible resumir aquí tanta historia, pero su lectura ya deja entrever que el maltrato patrimonial no es exclusivo de un tiempo ni la ingratitud tiene edad. No ha recibido mejor trato en nuestros días, de cuyos avances técnicos ha obtenido más eficacia que consideración, al ser sustituido en un tramo de unos 30 metros por un enorme tubo de sección rectangular que le otorga un cuarto ojo, si tal nombre merece, por su contraste con el resto de la obra. Seguramente evitará los efectos de unas avenidas que ya son imposibles, a costa de un peaje artístico irrecuperable.     

Mientras tanto, las históricas piedras –reitero mi deseo de estar errado- parecen aguardar acomodo asumiendo aspecto de estorbo, al socaire de un peso, de una moda constructiva y una crisis del sector que las salva del expolio. Es posible que algunas de ellas, candidatas ya al desorden de una escollera próxima a construirse, fueran en su día arrebatadas al puente por las frecuentes crecidas del Genil de entonces y rescatadas y reutilizadas del lecho del río tras permanecer varios años en él. Ay, si las piedras hablaran…  

    El asunto no pasaría de confirmar otra pérdida del patrimonio común a la que nos condena el paso del tiempo y la desidia, si no ocurriera en donde una rigurosa y ejemplar gestión patrimonial cuida con celo cualquier intervención, obligando al mantenimiento a ultranza de edificios inviables o de posible antigüedad pero hace excepción con este monumento del que los cronistas citados testifican una antigüedad digna de figurar, como así ocurre, en el sello heráldico de la ciudad.    

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