Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora /campos de soledad, mustio collado/fueron un tiempo Itálica famosa…
Durante algún tiempo, este inicio de la Canción a las ruinas de Itálica, de Rodrigo Caro (1573-1647) puso letra a la evidencia de los efectos del abandono, la incuria y la pereza en el patrimonio común. Lamento desesperado ante la irreversible degradación de monumentos y parajes, un mal que viene de lejos y para el que no parece haber remedio.Los paseos diarios que impuso la pandemia
me han recordado más de una vez, estos versos al pasar delante del montón de
piedras sillares que aguardan, en formación anárquica, frente a la entrada
trasera del hospital de Alta Resolución de Loja. Una cantidad menor de ellas se
esparce en parecido desorden, junto a la plataforma de hormigón que sirve para
el aterrizaje de helicópteros de transporte sanitario. Salvo que me encuentre
en un error –territorio que frecuento y
que en este caso me agradaría - proceden
del histórico puente Gran Capitán, cuyo solo nombre debiera provocar el respeto
que no se le reconoce al monumento, a su edad ni a su historia.
Busco alivio curioso a mi ignorancia
y encuentro en el libro “Noticias históricas de la ciudad de Loja” (Tomo I) de
D. Rafael del Rosal Pauli y D. Fernando Derqui del Rosal, detalles sobre la azarosa
construcción de esta importante pieza arquitectónica que comunica la ciudad por
su parte norte. Además de otras curiosidades,
los autores hacen un relato detallado, y parece que riguroso, de las
desventuras y fatigas que costó terminar la obra con escasez de medios y
tecnología precaria. Imposible resumir aquí tanta historia, pero su lectura ya
deja entrever que el maltrato patrimonial no es exclusivo de un tiempo ni la ingratitud
tiene edad. No ha recibido mejor trato en nuestros días, de cuyos avances
técnicos ha obtenido más eficacia que consideración, al ser sustituido en un
tramo de unos 30 metros por un enorme tubo de sección rectangular que le otorga
un cuarto ojo, si tal nombre merece, por su contraste con el resto de la obra.
Seguramente evitará los efectos de unas avenidas que ya son imposibles, a costa
de un peaje artístico irrecuperable.
Mientras tanto, las históricas
piedras –reitero mi deseo de estar errado- parecen aguardar acomodo asumiendo
aspecto de estorbo, al socaire de un peso, de una moda constructiva y una crisis
del sector que las salva del expolio. Es posible que algunas de ellas,
candidatas ya al desorden de una escollera próxima a construirse, fueran en su
día arrebatadas al puente por las frecuentes crecidas del Genil de entonces y
rescatadas y reutilizadas del lecho del río tras permanecer varios años en él.
Ay, si las piedras hablaran…
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