Resulta difícil encontrar en estos días un tema de opinión capaz de sustraernos al estupor que provoca la inexplicable y devastadora ocupación de un país por el ejército del vecino convertido en despiadado tirano. Habrá en ello razones que se nos ocultan, incluso difíciles de entender, pero la exhibición y uso de poder ha sido siempre el principal argumento de los dictadores, por lo que terminamos nombrando así al que como tal actúa. Ése parece ser el triste relato histórico de todas las guerras, a pesar de la digna resistencia de quienes defienden su tierra acogidos a una de las pocas razones por las que merece la pena luchar.
El abuso inaceptable y
desproporcionado que se nos presenta, rompe el frágil equilibrio en que estábamos
instalados y nos pone de acuerdo en rechazar los métodos de quien consideramos
paradigma de maldad absoluta y objeto del desprecio general, mucho más cuando
los testimonios gráficos ilustran el horror provocado y se descubre la
estrategia clara de acabar con la verdad, la justicia y la libertad sin
importar el precio que, como siempre, pagarán los débiles. Despojados de cualquier
derecho, sufren el terror indiscriminado, carente de la mínima piedad que cabría
esperar de un ejército regido por principios militares o código de honor, en
lugar de la obediencia ciega, una vez más, a los deseos del déspota.
Tras la reacción emocional, y
como una forma de conjurar el espanto, nos abrazamos al sueño de que David venza
a Goliat – mejor si lo consigue sin
nuestra ayuda – ignorando que el contagio de miedo y odio puede ser tan dañino
como las bombas. La obsesión por ver desaparecer a la fiera no debería ocultarnos
que una parte de su maldad habita entre nosotros y podemos verla mirando
alrededor, por si resulta desagradable hacerlo frente al espejo. Salvando las
distancias, por supuesto. El desdén por la razón y los derechos de todos o la
búsqueda incesante de dominio y riqueza, aun a costa del sufrimiento ajeno, se
cultivan en muchos sitios con éxito y producen rentas sin explosiones, pero con
víctimas.
La guerra, lo mismo que la
pandemia, muestra la cara oculta de los carroñeros dispuestos a fagocitar
cualquier desgracia ajena y no es necesario buscarlos en las situaciones
extremas, ya que proliferan en cualquier medio, lo mismo que la manada de los
indiferentes. Mientras sangra Siria por una herida, propiciada por el mismo y
otros bárbaros infames, nuestra solidaridad apenas alcanza hasta convertir Turquía
en una barrera para los refugiados. Hay sangrías en África que se sortean
subvencionando a gobiernos poco escrupulosos para que contengan el desbordamiento
de la pobreza. Como contraste, el loable y osado impulso de acudir, por cuenta
y riesgos propios, al rescate de refugiados en un gesto que nos reconcilia con nuestra humanidad, a la vez
que nos cuestiona sobre la diferente forma de administrarla.
Y finalmente aparece el miedo, exclusivo
de quienes puedan sentirlo, ante la sospecha de que entre el maligno que hoy
nos inquieta y los abundantes aprendices de dictador, haya escasa diferencia. Tan
poca que, con algo más de poder y la imprescindible horda de obedientes, aflore
el monstruo que ocultan. Con alguna excepción y, de nuevo, salvando las
distancias.
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