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viernes, marzo 25, 2022

Salvando las distancias

 


Resulta difícil encontrar en estos días un tema de opinión capaz de sustraernos al estupor que  provoca la inexplicable y devastadora ocupación de un país por el ejército del vecino convertido en despiadado tirano. Habrá en ello razones que se nos ocultan, incluso difíciles de entender, pero la exhibición y uso de poder ha sido siempre el principal argumento de los dictadores, por lo que terminamos nombrando así al que como tal actúa. Ése parece ser el triste relato histórico de todas las guerras, a pesar de la digna resistencia de quienes defienden su tierra acogidos a una de las pocas razones por las que merece la pena luchar.

El abuso inaceptable y desproporcionado que se nos presenta, rompe el frágil equilibrio en que estábamos instalados y nos pone de acuerdo en rechazar los métodos de quien consideramos paradigma de maldad absoluta y objeto del desprecio general, mucho más cuando los testimonios gráficos ilustran el horror provocado y se descubre la estrategia clara de acabar con la verdad, la justicia y la libertad sin importar el precio que, como siempre, pagarán los débiles. Despojados de cualquier derecho, sufren el terror indiscriminado, carente de la mínima piedad que cabría esperar de un ejército regido por principios militares o código de honor, en lugar de la obediencia ciega, una vez más, a los deseos del déspota.   

Tras la reacción emocional, y como una forma de conjurar el espanto, nos abrazamos al sueño de que David venza a Goliat  – mejor si lo consigue sin nuestra ayuda – ignorando que el contagio de miedo y odio puede ser tan dañino como las bombas. La obsesión por ver desaparecer a la fiera no debería ocultarnos que una parte de su maldad habita entre nosotros y podemos verla mirando alrededor, por si resulta desagradable hacerlo frente al espejo. Salvando las distancias, por supuesto. El desdén por la razón y los derechos de todos o la búsqueda incesante de dominio y riqueza, aun a costa del sufrimiento ajeno, se cultivan en muchos sitios con éxito y producen rentas sin explosiones, pero con víctimas.  

La guerra, lo mismo que la pandemia, muestra la cara oculta de los carroñeros dispuestos a fagocitar cualquier desgracia ajena y no es necesario buscarlos en las situaciones extremas, ya que proliferan en cualquier medio, lo mismo que la manada de los indiferentes. Mientras sangra Siria por una herida, propiciada por el mismo y otros bárbaros infames, nuestra solidaridad apenas alcanza hasta convertir Turquía en una barrera para los refugiados. Hay sangrías en África que se sortean subvencionando a gobiernos poco escrupulosos para que contengan el desbordamiento de la pobreza. Como contraste, el loable y osado impulso de acudir, por cuenta y riesgos propios, al rescate de refugiados en un gesto que nos  reconcilia con nuestra humanidad, a la vez que nos cuestiona sobre la diferente forma de administrarla.

Y finalmente aparece el miedo, exclusivo de quienes puedan sentirlo, ante la sospecha de que entre el maligno que hoy nos inquieta y los abundantes aprendices de dictador, haya escasa diferencia. Tan poca que, con algo más de poder y la imprescindible horda de obedientes, aflore el monstruo que ocultan. Con alguna excepción y, de nuevo, salvando las distancias. 

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