Los que estudiaron con antiguos
planes de enseñanza, hoy calificados de obsoletos, saben lo que significa
cambiar la primogenitura por un plato de lentejas. O sea, todo por nada. Porque
hubo un tiempo en el que la trayectoria del anterior rey hizo olvidar a casi
todos que debía su entronización a la deriva circunstancial de una dictadura
traumática, que él contribuyó a superar logrando un papel en la historia capaz
de justificar una dinastía, si no necesaria, al menos tolerable. Conseguida la
patria que le negó una infancia de exilios, asentado un prestigio a todos los
niveles y el mayor reconocimiento que pudo soñar en su juventud incierta, cayó
en la humana torpeza –por decirlo en términos piadosos– de querer ser rico. Ni
lo era antes de rey ni vive tiempos propicios para disfrutar lo que se dice que
amasó por serlo.
Quizá pretendió, como si lo
necesitaran, dejar a sus descendentes legítimos una fortuna que pesa demasiado
como para ser aceptada y pone en un brete la institución a la que tanto costó
acceder. La otra debilidad, la de sus posibles excesos sexuales, tal vez
merezca más indulgencia familiar que pública, habida cuenta de los antecedentes
históricos. Patronear barcos con nombres como “Fortuna” y “Bribón” fueron
casualidades premonitorias que sólo pueden adjudicarse a los caprichos del
destino, pero no deberían ser punibles.
Puede que se esté haciendo “leña
del árbol caído” aunque conviene recordar que lo derriban sus propios errores,
por usar una palabra respetuosa con las conductas investigadas. Cada mensaje de
navidad, desde 1975 a 2013, con sus invocaciones a la igualdad de todos ante la
ley, resultan hoy una burla que pone en aprieto a la corona sin necesidad de la
acción, ni tampoco por los méritos de ningún republicano, porque nadie hizo
tanto por desprestigiarla como el propio titular.
Todo debiera investigarse y
conocerse, mejor antes que después. Aunque la justicia haga su trabajo con la
proverbial lentitud que a veces la convierte en superflua, será necesario que
actúe con la máxima independencia para el bien de la propia gobernabilidad,
pero sabiendo que ningún juez va a poder añadir, por razones diversas, mayor
condena que la que impondrá la historia. Mientras tanto, sin otros privilegios
que los que la ley otorga a cualquier ciudadano, D. Juan Carlos debería tener
la oportunidad de vivir en donde desee, defender su causa y disfrutar de la
dignidad que él mismo no haya agotado. Y todos debiéramos poder criticar su
conducta, si procediera, rechazando con parecido escrúpulo cualquier oportunidad
que se nos presente para eludir nuestros deberes fiscales, incluso en los
gastos domésticos, como el mejor argumento para superar la corrupción.
Me parece magnifica su exposición y su compasión. Nada que añadir salvo, que demasiado bien sabemos, que la justicia no otorgará al pueblo lo que el mencionado merece.
ResponderEliminarGracias por su comentario y perdone la tardanza en contestar. De acuerdo con lo que dice, pero la historia, ese juez implacable, será más dura.
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