El fabulista Tomás de Iriarte nos previno del peligro de los debates estériles, casi siempre inoportunos, pero ya se sabe que las fábulas recogen grandes enseñanzas que proclamamos pero no ponemos en práctica. Hace menos de un año coincidíamos en el sueño de llegar con vida al momento en que la ciencia encontrara algún remedio para detener esta pandemia histórica y se pusieron al servicio de la investigación grandes recursos en busca de las ansiadas vacunas como primer paso para detener su avance. Parecía complicado pero no se pudo hacer otra cosa que esperar los frutos del trabajo de los sabios y extremar mientras tanto nuestras precauciones.
Llegó por fin lo que parecía
inalcanzable y desplazamos nuestra cautela a su precio, a la forma en que se administraría
y a sus posibles efectos, como si no pudiéramos salir de un torbellino de dificultades sin fin. Todo pudo
superarse y, al menos en esta privilegiada parte del llamado primer mundo, se
ha conseguido en poco tiempo vacunar a quienes lo han deseado de forma
gratuita, ordenada con criterios sanitarios y demostrada eficacia. Hubo en los
primeros días ejemplos de impaciencia que sirvieron para señalar la falta de
dignidad de algunos, el sentido de la disciplina de la mayoría y la profesionalidad
de la clase sanitaria que, sin abandonar el primer frente en el que había dejado
sus propias víctimas, incrementó su actuación para vacunarnos a marchas
forzadas.
Como habían pronosticado los
expertos, mejoraron las cifras, se contuvo la fatal inercia de los centros de
mayores y nos permitimos respirar algo más tranquilos con el alivio de una
estrategia que parece correcta. A pesar de los altibajos, se animó la economía
y se volvió a una cierta normalidad, incluso mayor que la recomendada por los inmunólogos.
Que los políticos aprovecharan cualquier pretexto para dedicarse a lo suyo y
que los jueces dictaran resoluciones que cuesta entender parece parte de lo previsto,
así que todo en orden si no hubiera que contar con el factor humano.
Porque nos encontramos con un diez
por ciento de españoles que no se han vacunado y esos cuatro millones de
personas son muchas más que las afectadas por incompatibilidades sanitarias
justificadas, así que se puede suponer que se excluyen voluntariamente y forzando
hasta lo inimaginable la polémica con el presunto dilema de la libertad y la
responsabilidad. Un ejercicio del propio albedrío que pone en peligro la
inmunidad del grupo y favorece la aparición de variantes, parece un abuso de
consecuencias fatalmente previsibles, nacido de una actitud temeraria, insolidaria y
caprichosa. Si hace un año nos hubieran dicho que faltarían vacunas para cuatro
millones de españoles lo hubiéramos calificado, con razón, de intolerable.
Con parecidos argumentos a los
que nos imponemos en el control y uso de armas, el manejo de mercancías
peligrosas o el rechazo que provoca una acción kamikace, cuesta admitir que estemos
conviviendo con portadores voluntarios de una carga vírica que puede poner en
peligro a la mayoría. El respeto con el que se está tratando a los que no se
vacunan debería ser correspondido con un autoaislamiento que preservara a los
demás de los efectos de una decisión tan arriesgada. Si no es mucho pedir, y más
que nada, porque alargarse en este tipo de debate, puede conducirnos a un final
como el de los conejos de la fábula, para los que sirvió de poco averiguar si sus
perseguidores eran galgos o podencos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario