Este principio, que todos solemos
asumir, choca con la tendencia, tan humana como egoísta, de considerar que las
individualidades nos interesan más y que la unión nos cuesta, por lo menos, una
renuncia de la dosis de egoísmo que escondemos. Luego llegan los que descubren
patrias y banderas apenas se cruza el río o se pasa una sierra, dispuestos a
construir historias a expensas de un hecho diferenciador como la rica variedad
lingüística o el imperdonable agravio del bando que a cada tatarabuelo le tocó
en una guerra de hace tres siglos. Con el sólido argumento de que “el buey
suelto bien se lame” y la innegable carga cultural que contiene la forma específica
de hacer el embutido o entonar la copla, enarbolarán la bandera de unas
reivindicaciones que excluyen a los que el azar no obsequió con el privilegio
de nuestra cuna. Es fácil en tales casos encontrar razones afectivas suficientes
para mezclar sueños identitarios con intereses que nos convenzan de que lo nuestro es
distinto y mejor hasta el punto de necesitar una frontera y nuevos gestores que
nos administren sin pudor por el exceso o el ridículo.
Por eso llama la atención la
noticia insólita de que los alcaldes de dos ciudades extremeñas, D. Benito y
Villanueva, hayan retomado la antigua aspiración de unirse para constituir un solo
municipio. Se basan en el increíble y manido argumento de que es mejor para los
habitantes de sus ciudades. Abundando lo inusual, ambos renuncian a sus
alcaldías y a la nueva que habrá de constituirse si lo decide en referéndum una
mayoría de dos tercios de votantes mayores de edad. Nadie va a perder su calle,
su barrio ni su pasado. Ni siquiera se pretende imponer un nombre sobre otro y
es de suponer que se mantengan los antiguos con categoría de barriada o algún
tipo de entidad territorial. Un nuevo nombre que satisfaga a todos y no agravie
a nadie. Ojalá que la idea no retorne al cajón de las demoras por falta de
acuerdo en el negociado de parques, apodos, patrones o fiestas y romerías.
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