Hay demasiadas cosas que no entiendo y sobre algunas escribo con la esperanza de encontrar respuestas o de merecer la compasión de algún lector dispuesto a instruirme. Me supera la complejidad de otras, como supongo le ocurre a tanta gente, y las aparco en mi zona oscura junto a la teoría de la relatividad con la que mantengo una respetuosa distancia mientras confío en los que saben. También hay cosas que estaría dispuesto a entender si no fuera porque hacerlo me produce una profunda desazón y prefiero el refugio de la duda al desastre de la certeza.
De forma constante y más o menos
discreta, pero siempre con absoluto cinismo, nos están imponiendo unas celebraciones
crueles por las que pretenden convertir en héroes a quienes son cualquier cosa
menos eso, cuando terminan sus condenas por delitos de terrorismo. Es un exceso
suponer que el tiempo de cárcel reforme a cualquier penado, puesto que en su
mayoría, vuelven con el mismo orgullo que demostraron en la comisión de sus
delitos, sin atisbo de arrepentimiento ni respeto para las víctimas que dejaron
vivas, aunque condenadas casi siempre a cadenas perpetuas afectivas. Con el
mínimo consuelo de saber que durante el encierro no continuaban matándonos, la
sociedad y la ley, tan duras, les otorgan una misericordia que nunca demostraron,
a pesar de que no reconozcan el daño ni estén dispuestos a repararlo.
Hace pocos días se convirtió en
noticia una iniciativa que pretendía homenajear, con la excusa de la duración
de la pena, a un sanguinario activista que acumula nada menos que 4.800 años de
condena. A sus defensores les parece excesivo que pueda terminar cumpliendo 40,
aunque la justicia le imputa su participación en 82 asesinatos -5 eran niñas menores
de edad- y esté demostrado que pretendía convertir las vísperas de la Expo de
Sevilla en una orgía de sangre inocente. Es fácil que no pague medio año por cada
asesinato y no está de más recordar que ya disfrutó de un primer indulto cuando,
después de disparar y herir a sus captores, no fue abatido en el calor de la
detención.
Incrementa la náusea el hecho de
que los convocantes, en un arranque de pacifismo y “para no posibilitar la
confrontación” reconvirtieran la fiesta en concentraciones pidiendo “derechos
humanos, convivencia y resolución”. Puede entenderse que estas convocatorias, para
nada minoritarias, congreguen a familiares, amigos, deudos y conmilitones de
cada reo. Incluso a un número de profesionales de la gresca y la provocación, aunque
lo que me inquieta es la presencia de demasiadas personas con las que
seguramente comparto debilidades, valores y miedos. Hasta patria y especie puedo
compartir, mal que le pese a alguien pero, sin alardear de superioridad moral, hay
cosas que no voy a compartir con ellos.
Me preocupa un poco que el
dictamen de un juez no pueda asegurar que un homenaje signifique enaltecimiento
y me preocupa algo más el uso selectivo de la memoria cuando pretende la
reparación de ofensas remotas y silencia los agravios cercanos. Especialmente me
preocupan los gritos impostados y los clamorosos silencios, en los que adivino
una clara intención de navegar con bandera de conveniencia como si fuera la única
forma de llevar a cabo la singladura.
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