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sábado, agosto 28, 2021

Vae victus...

 


El recurso al latinajo, una vez superado el filtro de la prosa pedante, deja un rastro claro sobre algo tan desprestigiado hoy como la edad o la experiencia, de las que conviene presumir lo justo aunque no se oculten. Efectivamente, estudié un bachiller que incluía dos años de latín como asignatura fundamental, insuficientes para dominar una lengua muerta, pero decisivos para entender un poco mejor la que compartimos cerca de 500 millones de hablantes. Si además se tiene la fortuna de aprender ambas con la misma persona, resulta a veces un sólido ensamblaje que da estructura a la comunicación y el pensamiento para los restos. 

De aquellas clases recuerdo al profesor sabio, también paciente a veces, arrojando con decisión la frase latina al incauto que pillaba en un despiste, cosa frecuente si se tiene en cuenta el interés que una criatura normal puede sentir a los 13 años por las cuitas de Tito Livio, a pesar de que hoy las evoquemos con impostada devoción. Conseguido el cénit de nuestra atención, se dejaba invadir luego por la calma recordándonos al jefe galo que, tras ser vencido por los romanos, se reconocía huérfano de cualquier tipo de clemencia por parte del vencedor y asumía la triste evidencia de sobrevivir a la derrota y la humillación posterior.

Hace unos días pude volver a recordar la frase y la situación al conocer la caída de la líder andaluza el 21 de mayo, tras presentarse con toda deportividad a unas difíciles primarias en las que confió todo a su ascendencia con unas bases que apenas hace tres años se daban codazos para compartir en las redes sociales una foto con ella, le rendían pleitesía y le hicieron creer que podía conjurar una sentencia que se había dictado de lejos. Precavida, silenció en cuanto pudo sus razonables temores sobre el fuego amigo con la esperanza de poder repetir una jugada que antes había salido bien al enemigo. Pero las cosas del azar no se someten a reglas, así que erró y ofreció deportivamente una colaboración en pos de la salida digna que le proporcionara, con la mayor dignidad posible, un cambio suave para minimizar, al menos, la humillación de la derrota.

De poco sirvió ponerse de lado, callar y esperar que el tiempo cicatrizara heridas. El vencedor siempre es insaciable y ofrece con generosidad opciones hacia diversas formas de invisibilidad. No es suficiente la prudente promesa de renunciar a renovar el cargo, porque ya está de más en él y la impaciencia del ganador exige garantías para que el descanso estival no deje amenazas pendientes para el otoño. El silencio que antes fue prudencia no se admite hoy si alberga la menor sospecha de deslealtad porque nadie que vence deja enemigos a la espalda.  

Ay de los vencidos..! Hoy entiendo la renuncia, ya lejana, de aquel amigo que desoyó los cantos de sirena y atado al palo mayor, como Odiseo, declinó la tentación de navegar en las promesas espumosas de la representación pública que le ofrecían singladuras en las que buscar oportunidades sin miedo a corsarios ni a zozobras. No es momento de negar el reconocimiento a los (y las) valientes que lo intentan, incluso a costa de doblegar algunos principios, sin olvidar a cuantos lo hacen con exclusivo afán de servicio. Tampoco hay por eso que renunciar a la parte crítica a la que cada cual tiene derecho.

Hoy, por ejemplo, para sentir que la sultana de Sevilla, con la que no creo haber tenido demasiadas afinidades, ha sido - lo merezca o no y a pesar del comodín feminista – víctima de la implacable voracidad de un aparato que la fagocita. Por ahora.

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