Al llegar me encantó, en el más amplio sentido del verbo, lo mismo que debió ocurrirle a mucha gente. Es verdad que la experiencia debiera servirnos para tamizar los resplandores, pero la condición humana no aprende y siempre deja un hueco receptivo a la invasión por el embrujo de la magia, sobre todo si viene envuelto en tus propios lugares comunes y coincide con fijaciones antiguas. Te crees en posesión de un pensamiento maduro pero no te resistes a confundir un mitin con el encanto melodioso de un sermón de las bienaventuranzas.
Luego caes en la cuenta de que
todo discurso está formado por lotes variados en los que el embeleso se
acompaña de sorpresas, imprecisiones y sospechas. Si para colmo un día te
parece ver un forro en la levita que esconde barajas o conejos, un doble fondo
en la chistera o un mecanismo truculento en la varita mágica, terminas el espectáculo
con la sonrisa boba del que tragó de nuevo el señuelo. No tienes que odiar por
ello, pero te propones pisar con más cuidado y prometes filtrar los espejismos antes
de dar suelta a las emociones en un vuelo que debiera estar más que trillado. Eso
conlleva una dosis de recelo, seguramente injusto y necio, que te hace
desconfiar del ilusionista, del que ya pocas sorpresas esperas. Por eso creo
que me debe una decepción de la que soy culpable
por ingenuo.
El pasado día 4 de mayo volvió a
sorprenderme como creo que sorprendió a todos, incluso a sus más próximos. Se
va y adiós. En un discurso extrañamente breve, puede que humilde pero siempre
radical, consiguió eclipsar el momento mediático de quien parecía haberlo
derrotado. Me repite con frecuencia César Trujillo, el amigo invisible citado otras
veces, que la política tiene mucho de teatro y para reafirmarlo quiero recordar
que hay representaciones que se ganan la ovación por el sencillo gesto de un
mutis magistral. También conviene recordar que hay días anodinos que terminan siendo
sublimes por una espléndida puesta de sol.
Ni como escarmiento debiera aceptar
una sociedad sana los ataques que ha recibido con el añadido de juicio público,
algo que siempre suele ser desmedido. No creo justo el ensañamiento, ni
siquiera cuando fue consecuencia de sus provocaciones - algunas veces no tan
excesivas - ni de su cuota de histrionismo tan hábilmente medido y dosificado.
Su autocalificación de “chivo expiatorio” me recordó, como docente que fui, a
esos alumnos que vienen a pedir amparo después de haberse peleado con media clase,
pero para los que nunca ha de aplicarse el correctivo de la venganza. Tampoco
creo que su marcha se deba a ese detestable hostigamiento que algún rédito pudo
dar.
Debo muchas enseñanzas al personaje
y la última es que se puede esperar mucho de quien apenas esperas nada. Escaso como
soy de ingenio y sin ninguna intención de aprovechar el chiste fácil sobre
apéndices pilosos y toreros, creo que todos los diestros se retiran soñando con
futuras tardes de gloria y él todavía promete. Por ahora, y salvo carta oculta
en la manga, su explosiva salida será recordada por inusual, memorable y digna.
Un ejemplo que merece todo el respeto y aumenta la admiración que, desde mi
desencanto discrepante, siempre le tuve. Y como los ejemplos se ponen para
servir de modelos, se abre la puerta a la esperanza de que sea imitado por
muchos. Y por muchas.
No hay ninguna prisa, así que,
por ahora, miran al tendido.
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