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jueves, mayo 20, 2021

Saber irse.

 


Al llegar me encantó, en el más amplio sentido del verbo, lo mismo que debió ocurrirle a mucha gente. Es verdad que la experiencia debiera servirnos para tamizar los resplandores, pero la condición humana no aprende y siempre deja un hueco receptivo a la invasión por el embrujo de la magia, sobre todo si viene envuelto en tus propios lugares comunes y coincide con fijaciones antiguas. Te crees en posesión de un pensamiento maduro pero no te resistes a confundir un mitin con el encanto melodioso de un sermón de las bienaventuranzas.

Luego caes en la cuenta de que todo discurso está formado por lotes variados en los que el embeleso se acompaña de sorpresas, imprecisiones y sospechas. Si para colmo un día te parece ver un forro en la levita que esconde barajas o conejos, un doble fondo en la chistera o un mecanismo truculento en la varita mágica, terminas el espectáculo con la sonrisa boba del que tragó de nuevo el señuelo. No tienes que odiar por ello, pero te propones pisar con más cuidado y prometes filtrar los espejismos antes de dar suelta a las emociones en un vuelo que debiera estar más que trillado. Eso conlleva una dosis de recelo, seguramente injusto y necio, que te hace desconfiar del ilusionista, del que ya pocas sorpresas esperas. Por eso creo que me debe una  decepción de la que soy culpable por ingenuo.

El pasado día 4 de mayo volvió a sorprenderme como creo que sorprendió a todos, incluso a sus más próximos. Se va y adiós. En un discurso extrañamente breve, puede que humilde pero siempre radical, consiguió eclipsar el momento mediático de quien parecía haberlo derrotado. Me repite con frecuencia César Trujillo, el amigo invisible citado otras veces, que la política tiene mucho de teatro y para reafirmarlo quiero recordar que hay representaciones que se ganan la ovación por el sencillo gesto de un mutis magistral. También conviene recordar que hay días anodinos que terminan siendo sublimes por una espléndida puesta de sol.

Ni como escarmiento debiera aceptar una sociedad sana los ataques que ha recibido con el añadido de juicio público, algo que siempre suele ser desmedido. No creo justo el ensañamiento, ni siquiera cuando fue consecuencia de sus provocaciones - algunas veces no tan excesivas - ni de su cuota de histrionismo tan hábilmente medido y dosificado. Su autocalificación de “chivo expiatorio” me recordó, como docente que fui, a esos alumnos que vienen a pedir amparo después de haberse peleado con media clase, pero para los que nunca ha de aplicarse el correctivo de la venganza. Tampoco creo que su marcha se deba a ese detestable hostigamiento que algún rédito pudo dar.

Debo muchas enseñanzas al personaje y la última es que se puede esperar mucho de quien apenas esperas nada. Escaso como soy de ingenio y sin ninguna intención de aprovechar el chiste fácil sobre apéndices pilosos y toreros, creo que todos los diestros se retiran soñando con futuras tardes de gloria y él todavía promete. Por ahora, y salvo carta oculta en la manga, su explosiva salida será recordada por inusual, memorable y digna. Un ejemplo que merece todo el respeto y aumenta la admiración que, desde mi desencanto discrepante, siempre le tuve. Y como los ejemplos se ponen para servir de modelos, se abre la puerta a la esperanza de que sea imitado por muchos. Y por muchas.

No hay ninguna prisa, así que, por  ahora, miran al tendido.

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