Parece que no fue Voltaire el autor de la frase y quizás tampoco la escribió su biógrafa con la literalidad que se cita, pero doy por cierto que proclamar el derecho que tiene un contrario a expresar sus ideas, incluso estando en desacuerdo con ellas, queda muy bien y añade una pátina democrática al hablante. Llevarlo a la práctica será otro cantar y no hace falta pisar charcos cuando es suficiente observar acontecimientos y opinar lo mínimo. Tampoco hay que poner etiquetas para lo que está a la vista de todos o lo que, aun escondido, se adivina.
En la última campaña electoral
catalana, que concluyó en las elecciones del pasado 14 de febrero, se pudo
observar el incremento excesivo de una deriva perversa cuando varios actos públicos
de un partido legalizado fueron disueltos de forma poco amigable por masas “defensoras
del diálogo” que, utilizando el sólido argumento de la pedrada, pusieron en
fuga a los congregados. Si se hubiera producido entonces una condena clara y unánime
por parte del resto de contendientes, se
habrían dado una mano de dignidad y espíritu deportivo que despejaría, de paso,
cualquier sospecha de alentar, digerir o beneficiarse del atropello. Reinó el silencio.
Terminado el escrutinio, el virtual ganador, exministro considerado hombre tolerante
y de consenso, expresó su intención de dialogar con todos, excepto con el partido
que había sido objeto del acoso. Días después, en la fallida investidura de
otro candidato, algún grupo de supuestos demócratas abandonó la sala para no
prestar oídos al representante electo de la misma opción.
Desde una escasa formación
política, más intuitiva que reglada, le supongo a la democracia pocos dogmas pero
algunos pilares fundamentales, entre los que destacaría la búsqueda del bien
común a través del respeto y la justicia. Entiendo incluida la honradez y el afán
por tender puentes para posibilitar lo que parece imposible con tal de hacer
una sociedad mejor. Con esas mimbres tal vez sobren líneas rojas y cordones sanitarios.
Recelo de los extremismos,
incluso los disimulados, y siento poco respeto por el manejo de arengas y
silencios de algunos grupos con presencia parlamentaria, pero me obligo a tenerlo
hacia las personas que los proclaman y a las que representan mediante un voto. Eso
no obsta para considerar revulsiva la expresión cínica de los que siguen sin condenar
la dolorosa y cruel vergüenza del terrorismo o para contener la arcada frente a
cuantos hicieron fortuna con cualquier modalidad de corrupción. Tampoco
encuentro adjetivos corteses para aquellos que amenazan con romper la baraja y quieren
abandonar la mesa después de llevarse la banca. Con semejantes escrúpulos, cuesta
digerir la facilidad con que se acepta el diálogo con unos y se les niega a otros
que, por ahora, no exhiben el detestable currículum de los primeros. Hasta
donde permitan las tripas y la ley, puede ser cuestión de entender que el
contrario merece tanto respeto como rechazo provoquen sus ideas en lugar de
aceptar los excesos verbales sin rigor que sólo pretenden descalificar al
contrario.
La cómoda aceptación del acoso o
la pedrada como forma de logro puede hacernos recordar aquella otra frase,
también mal atribuida, que concluía “…cuando vinieron a por mí, no tenía quien
me defendiera”. Por eso, los que soportan el noble peso de representar a otros
como demócratas, podrían aprovechar
cualquier ocasión para demostrar que lo son, siquiera por decencia y porque la
tolerancia con la vileza nos convierte en cómplices cobardes que alguna vez ha terminado
siendo estrategia de perdedores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario