Desde la perspectiva del que mira
los hechos con esta convicción, observé la deriva de los sucesos de final de
febrero en las calles de Barcelona: la protesta por el encarcelamiento de un reincidente
rapero, presunto culpable de promover el odio mezclando música, provocación y
agravios, es aprovechada por grupos - aparentemente incontrolados - para dar
rienda suelta a su fondo vandálico, provocando cuantiosos daños y añadiendo tensión
al difícil equilibrio de una sociedad que tiene en estos momentos otras prioridades.
Hubo antes la cohorte de inductores clamando por una libertad de expresión que
pretenden ilimitada - siempre que se ejerza contra otros, claro - que erige un pedestal,
aunque sea de barro, para el ídolo y le regala la publicidad que le niegan sus
méritos artísticos. Para auparlo un poco más, se compara su situación con la torpe
bribonería del emérito pendiente de juicio.
Y al otro lado del disparate, observo
el caso de Jaén, provincia que ha resistido varias reconversiones industriales
bajando progresivamente todos los escalones del olvido. Cuando está a punto de
conseguir un alivio a su paro insufrible, con la adjudicación de un centro
logístico del ejército por el que había trabajado y logrados todos los
parabienes, ve cómo su sueño va a parar a la provincia hermana de Córdoba, que
ni lo espera. No tarda la reacción contundente de los burlados por el agravio y
dan un paseo con cientos de vehículos atronando la ciudad con una estridente
pitada como nunca se había oído en el santo reino. Demuestran con ello a España
y al mundo que están indignados y no piensan aguantar más el abandono
institucional en que los tienen sumidos este y otros gobiernos. No se baja
nadie de los coches y a la hora del toque de queda se recoge todo el mundo, en
el ordenado refugio que nos ha impuesto la pandemia, satisfechos del deber
cumplido y la seguridad de que ya están avisados los que mandan. No hay por qué sembrar más ruina ni ser
cabecera de noticiarios.
Siguen durante más de diez días
los estragos en algunas zonas de la capital catalana con un balance económico y
unas imágenes difícilmente asumibles. Nueva oleada de eruditos que justifican la
algarada en defensa del supuesto artista, como una reacción normal ante la
falta de perspectivas de esta juventud disconforme y mutilada en su libertad de
expresión, por lo que se exigen cambios legislativos a medida, aunque sea en
caliente. Se echa de menos algún gesto solidario con los territorios a los que,
por pacíficos, se aboca a un desmantelamiento industrial sin otra perspectiva
de supervivencia que la emigración.
Me parece inaceptable que se
reconozcan todos los derechos a los violentos y muy pocos a los apacibles,
porque eso ocasiona el aprendizaje, tan perverso como cierto, de que hay un
método seguro para hacerse respetar y no es el civismo. Y en ese recorrido hay
una cadena de responsables en el que están primero los violentos y sus
alentadores, pero también quienes, investidos de alguna autoridad, ignoran o
permiten que la violencia sea eficaz. No se podrá decir, si algún día se
levantan bravos los aceituneros altivos, que no hubo quien les enseñara a serlo.
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