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sábado, marzo 20, 2021

Nos enseñan a ser violentos

 


Los años dedicados a la enseñanza y la observación del comportamiento humano dejan algún poso de certeza, por poco valor que se le otorgue a la experiencia o al interés por aprender con ella. Por eso, cuando se oye hablar de violencia en las calles, uno recuerda también la de las aulas, en las que podía insinuarse una especie infame, no siempre menor de edad, que compensaba su escasez de habilidades imponiendo la dictadura de la fuerza bruta. Tarea de los responsables era intervenir, evitando que los matones asumieran un método eficaz para sus fines y los demás una forma cobarde de supervivencia. Cualquier ocasión enseña y peor que no enseñar, es hacerlo mal.

Desde la perspectiva del que mira los hechos con esta convicción, observé la deriva de los sucesos de final de febrero en las calles de Barcelona: la protesta por el encarcelamiento de un reincidente rapero, presunto culpable de promover el odio mezclando música, provocación y agravios, es aprovechada por grupos - aparentemente incontrolados - para dar rienda suelta a su fondo vandálico, provocando cuantiosos daños y añadiendo tensión al difícil equilibrio de una sociedad que tiene en estos momentos otras prioridades. Hubo antes la cohorte de inductores clamando por una libertad de expresión que pretenden ilimitada - siempre que se ejerza contra otros, claro - que erige un pedestal, aunque sea de barro, para el ídolo y le regala la publicidad que le niegan sus méritos artísticos. Para auparlo un poco más, se compara su situación con la torpe bribonería del emérito pendiente de juicio.

Y al otro lado del disparate, observo el caso de Jaén, provincia que ha resistido varias reconversiones industriales bajando progresivamente todos los escalones del olvido. Cuando está a punto de conseguir un alivio a su paro insufrible, con la adjudicación de un centro logístico del ejército por el que había trabajado y logrados todos los parabienes, ve cómo su sueño va a parar a la provincia hermana de Córdoba, que ni lo espera. No tarda la reacción contundente de los burlados por el agravio y dan un paseo con cientos de vehículos atronando la ciudad con una estridente pitada como nunca se había oído en el santo reino. Demuestran con ello a España y al mundo que están indignados y no piensan aguantar más el abandono institucional en que los tienen sumidos este y otros gobiernos. No se baja nadie de los coches y a la hora del toque de queda se recoge todo el mundo, en el ordenado refugio que nos ha impuesto la pandemia, satisfechos del deber cumplido y la seguridad de que ya están avisados los que mandan.  No hay por qué sembrar más ruina ni ser cabecera de noticiarios.

Siguen durante más de diez días los estragos en algunas zonas de la capital catalana con un balance económico y unas imágenes difícilmente asumibles. Nueva oleada de eruditos que justifican la algarada en defensa del supuesto artista, como una reacción normal ante la falta de perspectivas de esta juventud disconforme y mutilada en su libertad de expresión, por lo que se exigen cambios legislativos a medida, aunque sea en caliente. Se echa de menos algún gesto solidario con los territorios a los que, por pacíficos, se aboca a un desmantelamiento industrial sin otra perspectiva de supervivencia que la emigración.     

Me parece inaceptable que se reconozcan todos los derechos a los violentos y muy pocos a los apacibles, porque eso ocasiona el aprendizaje, tan perverso como cierto, de que hay un método seguro para hacerse respetar y no es el civismo. Y en ese recorrido hay una cadena de responsables en el que están primero los violentos y sus alentadores, pero también quienes, investidos de alguna autoridad, ignoran o permiten que la violencia sea eficaz. No se podrá decir, si algún día se levantan bravos los aceituneros altivos, que no hubo quien les enseñara a serlo. 

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