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martes, febrero 16, 2016

Oleadas

Nos guste o no, nuestro comportamiento y forma de sentir se mueve por oleadas. Aguantamos que se llene el vaso, hasta que una gota lo colma y basta una voz para dejarnos arrastrar en masa por una respuesta gregaria, seguramente de origen animal.

A final de noviembre, con motivo del día contra la violencia machista, esa inaceptable lacra que causa tanto dolor y a la que se empeñan en llamar “de género”, hemos pasado una oleada de pretendidas soluciones en todos los foros posibles. En lo más alto de la ola, algunos grupos políticos proponían la urgencia inaplazable de un gran pacto contra ese maltrato, no se sabe si conscientes de que el único pacto efectivo, el que se hiciera con los propios agresores, será técnicamente imposible. Durante ese tiempo, aparecen opiniones espontáneas, algunas autorizadas y otras menos, que apuntan a la educación como forma de erradicar el problema que a tantos intranquiliza, aunque sólo mientras amaina.

Hace poco tiempo, con motivo del desgraciado suceso de un menor madrileño que decidió poner fin a su vida, al parecer por la insufrible situación de acoso a que era sometido en el colegio, nos hemos visto envueltos en la consiguiente oleada que ha tenido gran eco en los propios carnavales de Cádiz y –una vez más y por supuesto- en las redes sociales. De nuevo la educación como panacea, olvidando que “educación” es mucho más y distinto de escuela, en la que, por cierto,  los niños están apenas un 15% del tiempo que viven despiertos y en donde tampoco se garantiza –aunque se intente- ausencia de situaciones de abuso. 

El desarrollo de una de estas oleadas suele tener una mecánica previsible y calculada: emoción, respuesta más o menos desproporcionada y alivio. Así, tras la conmoción inicial, comienza la búsqueda -no siempre objetiva- de culpables o se forman comisiones en las que  no es raro que figuren responsables indirectos de lo ocurrido, olvidando que casi siempre hay en los hechos violentos unos factores que se repiten: causantes, errores o descuidos en quienes tienen la obligación de evitarlos y coro de indiferentes que no quieren complicarse la vida. Entre estos tres factores, y según casos, resulta difícil establecer una jerarquía de la infamia.

Pasan los días y la ola rompe en el rebalaje, con lo que olvidamos temporalmente la situación insostenible que nos provocaba tanta inquietud. Nos dejamos adormilar por la aparente tranquilidad y hacemos la vista gorda al hostigamiento que, si es debidamente disimulado, puede hacernos olvidar a la víctima, cuando no culpabilizarla por estar ahí. Ocioso es decir que en todo el proceso se desprecia al culpable para otorgarle luego todas las garantías de objetividad que negó a la otra parte. Nada o muy poco para los que no lo evitaron siendo su deber ni, mucho menos, para los asépticos espectadores.

La orilla del mar puede darnos lecciones sobre la persistencia de las oleadas y sus efectos relajantes si no fuera porque pueden arrastrar hasta el fondo vidas e ilusiones.

¿Y qué decir de la corrupción…? Ésa sí que es otra oleada a la que no le llega el tercer tiempo, el del alivio.

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