El miedo es una emoción primaria,
quizás crítica en la continuidad de la especie, que protege nuestras vidas mediante
la percepción de peligro, de manera que la voluntad pueda optar por evitarlo.
Previene ante lo desconocido desencadenando un sistema de alerta que analiza la
situación en busca de una estrategia capaz de encontrar la respuesta que haga
más probable la integridad.
En el esquema evolutivo irracional, el mecanismo del miedo encuentra mayoritariamente dos salidas: el ataque, cuando la razón prevé seguridad de éxito y la huida o evitación, cuando existe duda o certeza de fracaso. Se supone que los racionales tenemos un cierto grado de control del miedo y por ello cabe esperar que una gestión razonada nos proporcione alternativas suficientes para decidir la respuesta óptima. El problema aparece cuando la cuestión exige una rapidez que simplifica el análisis o deja directamente las riendas en manos de un sistema límbico que asegura solamente el instante sin prever lo que sigue. Ahí tenemos los ejemplos de huidas que nos ponen en peligros mayores que los evitados, como el volantazo que nos saca de la carretera por esquivar un peligro menor.
Evidentemente, estoy refiriéndome
al tema que nos preocupa a todos últimamente y no sé cómo habrá evolucionado la
crisis cuando esta columna salga a la calle, pero el día de la alerta en
Andalucía ha puesto en cuestión demasiadas cosas. A mí, naturalmente, me
preocupa la enfermedad pero de lo que me da miedo es del propio miedo. Temo su
contagio, mucho más rápido y extendido que
el del virus, y las consecuencias de gestionarlo sin el freno de la razón. Temo
el rechazo que podamos desarrollar hacia cualquier persona u objeto sobre los
que pongamos la incertidumbre de la sospecha, al descarrilamiento social que
planea cuando el afán de seguridad o la pérdida de sentido común puedan decidir
entregar los mandos al deseo obsesivo de supervivencia. Temo la histeria de
convertir en apestado al que estornuda lo mismo que el abrazo atenazante al
socorrista por parte del que está a punto de ahogarse.
Lamento ceder a la oportunidad del
tema, pero dudo que hoy interese otro. Con la seguridad de estar viviendo una
situación absolutamente nueva, propia de un guion de ciencia-ficción, hago un
esfuerzo para evitar una salida por moralinas oportunistas y sólo a nivel de
opinión particular, creo que es tiempo de demostrar calma, responsabilidad y
coherencia, que nos harán falta. Demuestra la experiencia que unidos somos más
fuertes, así que no podemos permitirnos el despilfarro táctico de la
desorganización. Cuando los responsables púbicos toman decisiones asesorados
por técnicos sanitarios, no cabe otra respuesta que el seguimiento solidario, que
implica evitar el riesgo de necesitar recursos, y cierta dosis de disciplina,
incluso desde criterios discrepantes.
No es momento de mensajes apocalípticos
ni de lanzar en las redes sociales bulos y teorías peregrinas. Tampoco de echar
otras redes, las de pescar beneficios obscenos. Compartimos una preocupación
que exige demostrar seriedad y madurez. Tan nefasta es la temeridad que ignora
el miedo, como el pánico que nos aprisiona y bloquea nuestra normalidad. Cuando
hablemos en pasado de este problema, habrá tiempo para la crítica, para exigir
responsabilidades y para hacer números. Ahora mismo, sólo cabe unidad, mesura y
colaboración con los que tienen que actuar.
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