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martes, abril 14, 2020

Los músicos del Titanic

Suele preceder a esta columnilla, por encima del título, una pequeña cartela que la califica como “opinión”. Sobrados como estamos ahora de opiniones, yo la nombraría como “congojas de cautivo”, por parecerme más real y con mayor merecimiento. Vuelvo a rendirme a la evidencia de que cualquier otro tema puede ser inoportuno, salvo que tuviera la vena cómica capaz de poner una sonrisa en cada vida, lo que sería hoy casi más valioso que ninguna otra cosa. Ojalá que el previsible desfase de noticias que han de sucederse hasta que puedan leerme, dé nuevos aires a la esperanza, palabra mágica y talismán que me acompaña en las repetitivas caminatas por el pasillo que convierto cada día en estadio doméstico.  

No sé si coincidirán conmigo en la necesidad de mantener esta llama encendida hasta el punto de considerarla, no sólo imprescindible, sino hasta obligatoria. Nos han dicho tantas veces que es lo último que se pierde, que aún en los peores momentos buscamos un clavo ardiendo en el que sujetarnos, sencillamente, porque peor es no tener nada. Cargada de positividad y promesas, resulta un alivio incluso cuando engaña, lo que la convierte en terapia tan inevitable como deseada. Empezó rondándome como silenciosa compañera de encierro y se hizo más visible al conocer la iniciativa - tal vez más generosa que eficaz - de muchas personas, la mayoría mujeres de nuestro entorno próximo que, en medio de tanto ruido, se pusieron a elaborar mascarillas y equipos de protección individual. Como hormigas, como si les fuera la vida en ello y sin necesitar otras encomiendas. 

El limitado circuito de pasos y reflexiones mezcló automáticamente este gesto con la supuesta gesta de los músicos del Titanic que, según cuenta una tradición emotiva, y parece que documentada con testimonios de supervivientes de aquella tragedia, al ser conscientes de la inutilidad de alguna acción para salvarse y sin poder hacer otra cosa, se pusieron a interpretar piezas musicales mientras todo se hundía, intentando aportar un último alivio al previsible desconcierto general. Añadiendo argumentos, una juiciosa amiga me recordó cómo en los desastres, los estúpidos buscan culpables y los sensatos soluciones.

Mi pasado laboral me hace recordar a las familias confinadas con esos pequeños héroes que tantas lecciones nos están dando, para las que no imagino mejor estrategia que la siembra de una cosecha de esperanza. El papa Francisco, líder para la mayoría de creyentes y supongo que referente ético para muchos que no lo sean, pedía en una entrevista televisiva de hace pocos días, mantener la esperanza. Renunció a la recomendación de rezos compulsivos o rogativas indiscriminadas que algunos esperarían de él, para centrarse en un estado de ánimo que es un lenitivo, aunque también pueda ser una virtud teologal, allá cada cual con sus creencias.   

Estas artesanas de la esperanza, en claro contraste con fabricantes y difusores de bulos y tragedias, aplazan la búsqueda de culpas, errores y deslealtades –otros foros merecerán- para hacer un trabajo que tal vez no cumpla los estándares de filtrado que establece la OMS, pero que filtrará, al menos, el contagio del pánico. Como hicieron los músicos del Titanic.   

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