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viernes, septiembre 16, 2016

Estudiantes

Pocas tareas he conocido tan duras como la del estudio. Ya sé que dicho así puede resultar una afirmación provocadora, por lo que me pregunto y reitero ¿hay muchas personas que en la edad mágica y crítica que nos lleva de los 10 a los 25 años, consideren que el estudio es necesario, agradable u objeto de disfrute? Más bien se tolera como una imposición del grupo social, aceptada de forma inevitable por recomendación de los que nos quieren y tutelan, bajo la lejana y no cierta promesa de que un día terminará para liberarse del encierro forzado que cambió los colores de la vida libre por la presión de los libros, los exámenes, la soledad y el ensimismamiento repetitivo. O sea, que en una lista de prioridades, no es probable que el gusto por el estudio esté antes del décimo lugar, exagerando poco. 

El mayor de los esfuerzos puede parecer liviano con tal de que lo mueva la motivación, persiga una finalidad y espere recompensa. El de estudiar, aunque no lo parezca, entra en competencia con otras motivaciones más fáciles, oculta su finalidad entre el ramaje de la edad y tiene una demorada y dudosa recompensa. Es, además, un camino largo que nos obliga a andar en solitario hacia un destino que no asegura el éxito, poniéndonos en la falsa disyuntiva estudio-trabajo, como si fueran opciones excluyentes, en un conflicto de autorrealización frente a supervivencia.

Cuando Albert Camus redescubre el mito de Sísifo, nos presenta el modelo de la desesperanza humana en un personaje que cae en desgracia ante los dioses, por lo que tiene que pasar la vida empujando en vano una gran piedra que pretende subir por la ladera de un monte, de manera que no conseguirá nunca su objetivo porque la piedra rodará antes de que llegue a la cima y tendrá que repetir el castigo de forma cíclica e interminable. Cuando un estudiante se encuentra en semejante situación, no tiene más opción sana que el abandono, ya que si el esfuerzo es duro, la evidencia de su inutilidad debe ser insoportable. Para entonces, sirve de poco insinuarle que una tortuga puede subir escaleras o que las truchas remontan cascadas, lo que explica que alumnos brillantes hayan dejado a un lado la aparente comodidad del estudio para orientar sus pasos a tareas calificadas de duras, pero más ciertas, próximas y rápidas, prefiriendo el esfuerzo o riesgo físico a la incertidumbre de la promesa insegura y lejana. 

Porque septiembre es tiempo de buenos propósitos y porque conozco la soledad del que estudia, la enfermedad del opositor o el suplicio de unas clases que se hacen tolerables en función de quien explica, añadiendo evaluaciones con baremos y criterios sujetos a parecido albur, con el horizonte puesto en la condena no siempre razonable del examen, me siento hoy en la obligación de hacer un reconocimiento al trabajo de nuestros estudiantes. Alguna vez había que hacerlo y para mí era una deuda atrasada. Aunque para ello tenga que atreverme a ir contra corriente de tantas leyendas que, desde los clásicos, nos dibujaron el periodo estudiantil como el mejor de nuestras vidas y que lo es sólo gracias a la plenitud de la edad.  Por eso, y porque son el futuro.


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