Buscar en este blog

jueves, octubre 13, 2016

Mi tendero

Imagino que todo el mundo tiene uno en su barrio, para sacarnos de apuro cuando se presenta un compromiso o un olvido a deshora que pone en peligro la tranquilidad familiar. Esta experiencia coincidirá con la de muchos, pero yo cuento la mía, que nace cuando una repentina y contrita conversión a la causa de la igualdad me puso en situación de hacer la compra, tarea de la que apenas supero el grado de aprendiz. Conocido de lejos hasta entonces, he ido descubriendo los misterios de ese oficio y, sobre todo, del personaje. Nadie espera cualidades de mago, confesor, psicólogo y terapeuta en quien te abastece pero, si además de todas esas funciones hace la suya y de forma eficaz, mejor que mejor.

¿Cómo explicar si no, que todo cliente quepa en la tienda, por llena que esté, en perfecta convivencia entre quienes traen todas las urgencias y quienes tienen todo el tiempo? Es cuestión de acomodarse y por eso él, en casos de necesidad, invita a pasar amablemente a la sección 2, que está vacía, de manera que la cosa se alivia, aunque sólo sea a nivel dialéctico. Visto desde fuera, y para los no iniciados, puede recordar al camarote de los hermanos Marx, pero nada más lejos de la locura y el caos de esa escena porque en esta casa impera un orden y un respeto que sólo admite dobles sentidos en sentido literario. Aquí saben los fijos desde hace tiempo que cualquier ampliación supondría una pérdida de esencia, aunque si buscas una rara levadura, bizcochos de soletilla o pulpo en salsa de cangrejos australianos, los hay o puede haberlos en poco tiempo. Todo en su sitio y en la memoria del tendero.  

El recibimiento es, como mínimo, una inmersión rejuvenecedora y de belleza que se completa, dependiendo de la confianza y otros matices más sutiles, con tratamiento de “jovencita”, “guapa”, “joven” o “caballero”, según sea el caso. 


Si tenemos claro que hay leyes inmutables en la naturaleza, tanto la física como la del comportamiento humano, puede ser momento de revisarlas, que nunca es tarde para aprender y casi todos los fenómenos tienen sus islas de excepción. El caso es dar con ellas, porque allí no se contravienen otras leyes que las de la gravedad y el equilibrio, en desprecio de las cuales, se alinean tarros de cristal encima de un mostrador frigorífico que, en teoría, vibra con un compresor y lleva unas puertas que cierran al golpe. Nunca se cayó una torre ni se espera que lo haga. No están pegadas y, por si esto fuera poco, cerca hay una caja colmada de fruta –de impecable presencia, como todo lo de esta casa- cuya masa parece caer fuera de la base de sustentación, lo que refuerza la teoría de la excepcionalidad en los principios inamovibles. Pues otro tanto ocurre con la conducta humana porque mi tendero jamás se despeina. Vamos, que nunca pierde los estribos y mira que alguna vez hay quien lo intenta. 

 

Conocedor de nuestras rarezas y gustos de consumo, hace una venta individualizada que está dispuesto a transportar a casa de quien tenga dificultades para hacerlo. Todo esto desde antes de las 8 de la mañana y hasta cerca de las 10 de la noche. Lo que no me cuadra es que tenga ganas de madrugar para ir a la sierra a coger las mejores setas.  


Ahórrense averiguaciones e inferencias porque, en esta historia elaborada por uno de mis desvaríos, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.


No hay comentarios:

Publicar un comentario