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domingo, noviembre 13, 2016

Heroínas

Hoy se trata de hablar de ellas, de ese tipo de madres que ante una carga de profundidad en lo más hondo de su línea de flotación, son capaces de darnos a todos una lección de amor y valentía. Omito por esta vez el uso del genérico sin ceder a la falsa polémica del sexismo lingüístico ni buscar, sin más, la expresión políticamente correcta. Claro que también hay padres que deben considerarse incluidos, pero la naturaleza conjuga parir en femenino. 

Tuve la oportunidad de encontrarme con algunas en mi trabajo y he visto de cerca su fractura emocional y sobre todo, su valentía y sus ganas de salir adelante, a pesar de que las lágrimas apenas consigan enjugar las incomprensiones. Confieso, incluso, que me han puesto un nudo en la garganta más veces de las que usé corbata y a ellas debo en parte el mérito, si alguna vez lo he conseguido, de hacer más humano mi trabajo. Pasado el trago amargo de asumir -sea cuando sea- que su ser más querido no será una esperanza de supervivencia ni el espejo amable en que recrear una vejez que aún se supone lejana, hacen virtud de la desdicha y empuñan la bandera de la lucha para que el hijo sea el más feliz del mundo, aunque sepa que, atado a la discapacidad, va a depender siempre de ella. ¿Cómo entender el quebranto que supone asumir una maternidad que difiere de los cánones de calidad que ha impuesto, sin demasiada fortuna, el afán de perfección? ¿Adjudicando al azar genético o accidental la culpa o el mérito? ¿Cómo explicar la brecha afectiva de alguien que siente lastrada su vida por el punto más doloroso? Ni siquiera la incompetencia que adorna a muchos de los que deciden, explica la falta de reconocimiento con que pagamos su ejemplo.  

No hace falta dar nombres ni buscarlas porque, algo hemos avanzado, ya no se esconde nada ni nadie y salen a la calle haciendo virtud de la adversidad. Mínimamente ayudadas por unas leyes de dependencia que apenas justifican los méritos de quienes se cuelgan las medallas, se echan el mundo al hombro cada día para demostrar que sus hijos -sus hijas, qué más da- son lo mismo que todos, es decir, diferentes. Alguna vez las he observado avanzar por la calle  envueltas en el brillo de una dignidad profunda, mientras echo de menos un séquito de velas, estandartes, tambores y mantillas, porque en los momentos de incertidumbre acerca del rumbo dudoso y absurdo de este cambalache que nos acoge en forma de guarida temporal, he llegado a creer que, si esto tiene salvación, será por los méritos de estas dolorosas de cuya cofradía me considero devoto penitente. 

Torero ocasional en sueños, entro a veces en capilla para encomendarme antes de afrontar la suerte suprema y coloco las imágenes por cuya intercesión espero conjurar las adversidades de la vida. Como pueden imaginar, allí tienen ellas, en sus distintas advocaciones, un lugar preferente.


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