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viernes, diciembre 16, 2016

Cuento de Navidad

Hubo un tiempo en el que fueron imprescindibles en estas fechas los cuentos de navidad. No sé si con categoría de género literario, pero aquello hizo fortuna entre mantecados, abetos y luces de colores, de tal manera que, aunque deba considerarse hoy como relato casi extinguido, este cuento se mantiene. Cómo llamar, si no, al afán desproporcionado y loco que se nos despierta en estas fechas por hacer y esperar regalos, llenar la despensa, adornar todo con luces y poner caras alegres para ir en feliz cortejo a rendir adoración al nuevo ídolo de nuestros días, el consumo. 

Viene de antiguo la idea de que sea ésta una buena ocasión para renacer a algo nuevo y mejor, lo que todavía sigue manteniéndose en casi feliz concurrencia de culturas, credos y países, aunque desde hace tiempo, tal vez desde la niñez, nos estemos equivocando de portal un año tras otro y lo aceptemos como signo de normalidad. Renovamos armario y nos revestimos de las mejores galas para asistir a cenas y comidas, obedientes al edicto de ser, por unos días, felices y compasivos, aunque no cambiemos intenciones ni costumbres. Un nudo de nostalgia nos hará repetir, de nuevo, el pesar por los que ya no están, acaso sin asumir las ocasiones en que pudimos quererlos más o hacérselo saber y olvidando, si fuera preciso, los pisotones que hayamos dado de forma gratuita. Como es natural, diremos a la menor ocasión que no nos gustan estas fiestas porque, en el fondo, nos ponen tristes.

De forma casi paralela, se está montando un belén cerca de su lugar de origen. El edicto de César Augusto es hoy la amenaza de varias guerras incomprensibles en oriente, lo mismo que en medio mundo. Por ello habrá, no un niño, sino miles, acercándose a las puertas de la culta y humana Europa y no encontrarán posada ni pesebre en el que nacer. Lo harán sin calor y sin patria, prescindiendo de la mula y del buey. Suerte si los pastores llevan vistosos chalecos de alguna ONG, pues la civilización ha pagado a Herodes para que construya su castillo en Turquía y los soldados no están para adoraciones. Nada de cantos de ángeles en las alturas porque el espacio aéreo está surcado por máquinas ruidosas que lanzan bombas o vigilan, así que en caso de resplandor, que nadie espere a los Reyes Magos. Casi oculto por pudor en un rincón puede verse al personaje que representa a más gente, el caganer, aunque en los nacimientos sólo debiera haber uno. En él están nuestros ojos y oídos –sálvese quien pueda- ocultos en el confort de la distancia, haciendo lo que su nombre indica y mirando a otro lado con la nariz tapada. 

Bien, pues ahí queda el cuento completo. No puedo decir que me haya salido bonito, ya que ni siquiera recurre al comodín de la lotería que haga consumistas a los que no pueden serlo. Adolece de falta de espumillón y glamour, con un final hasta escatológico. Deberían prohibirse este tipo de cuentos, pero díganme que estoy exagerando, pues sería un alivio. A pesar de todo, me gusta la navidad y, en cualquier caso, felices fiestas.


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