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jueves, enero 12, 2017

Cuenta pendiente

Desde hace mucho tiempo tengo una cuenta pendiente con ellos. Con los tres y con el séquito que ahora les han añadido; si me apuran, hasta con los camellos, caballos o el transporte que usen para llegar. Calculen, cada año la misma historia: una carta primorosamente elaborada, corregida y pasada varias veces a limpio, seguida del rito solemne de entrega en el buzón de correos o el de la librería de mi pueblo haciendo las debidas advertencias acerca del contenido y cuidados para que llegara a Oriente.

El resultado fue el mismo una y otra vez. Volvían puntualmente y los veía desfilar en la cabalgata mientras les gritaba, de la mano de mi padre, cuál era el objeto de mi deseo para dormir después, seguro en la creencia de que mañana tendría aquel cochecito de madera y pedales que me parecía el colmo de la felicidad. A cambio ellos, asentían con expresión bondadosa pero cuando llegaban a mi casa, o se habían terminado los coches de pedales o el único que les queda era para un niño más pobre o más rico que yo, según alguien me decía. Ni siquiera por la mañana, cuando apenas podían contenerme camino de la plaza para ver la entrega de juguetes, había posibilidad de reclamación. Hubiera dado cualquier cosa por salir de aquella odiosa medianía social “tenemos para vivir y no nos falta lo preciso” que me privaba del juguete soñado.

Explíquenle a un huracán de 5 años cómo siendo ellos santos, reyes y magos –tres en uno-, apenas te traen otra cosa que ropa, frutos secos, algún dinerillo que irá automáticamente a la hucha, una pistolilla de mistos u otros juguetillos que se parecen mucho, pero mucho, a los que trajeron el año pasado a los hermanos mayores y un día desaparecieron misteriosamente cuando aún no estaban muy deteriorados, sin haberse inventado el reciclaje.

Nada de rencor ni malos rollos, pero reconozco que con estos tres tengo una cuenta pendiente cuyos cargos van cambiando con el tiempo. Por eso el otro día, cuando desfilaban en Loja y uno de ellos me acertó en las gafas con un caramelo –gentileza comercial cuyo nombre omito- me quedé mirando a su cara bondadosa, la misma de entonces, y le pregunté con la mirada, porque a los magos no hace falta hablarles a gritos, qué coño hacen aquí y no en cualquier barriada del tercer mundo, en la puerta que está cerrando el primero en Grecia o evitando que otros niños reciban juguetes bélicos de los que disparan de verdad para convertirlos en soldados, porque allí es donde ellos deberían estar.

Callada por respuesta y los mismos interrogantes que la inocencia planteaba al padre acerca del poder de estos magos y el engaño de la recompensa para los que fueron buenos. Así que pisando caramelos que nunca llegarán a los niños lejanos de mi reproche, regreso a casa mascando pesares hasta que los gritos de Carmen, Ana y Elena, pequeñas promesas de lo que será esto dentro de veintitantos años, me alegran con sus saltos de alegría porque han visto la cabalgata y forman un torbellino loco y feliz que inunda media calle.

Por ellas, sólo por ellas, ampliaré el crédito de mi cuenta con estos tres. Un año más. 

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