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martes, octubre 13, 2020

Ni puñetero caso.

 

Tendrán que perdonarme el adjetivo, habida cuenta de lo comedido que aparento ser a  veces, pero diré en descargo propio que, por serlo, sustituí el primero que se me vino a la mente, de igual inicio y parecido significado, aunque más contundente y de peor gusto. Lo he usado para calificar el recorrido de una idea, habitante añeja en uno de los circuitos que conservo íntegros, por si a quien corresponda le parece viable, incluso al precio de adueñarse de ella.

Se me ocurrió en uno de los paseos con los que expansiono mi confinamiento cuando el  agotamiento del artilugio que me cuenta las noticias en la oreja me devolvió la capacidad de pensar por cuenta propia. Me di cuenta de que vivo en una sociedad educada, limpia y solidaria, como lo demuestra el hecho de que me encuentro con una mayoría de personas que usan mascarilla – no tienen ni necesitan quien les recuerde su uso- y mantienen conmigo una escrupulosa distancia social, aplicando el difícil teorema de la hilera, que nos enseña a evitar el acercamiento, simplemente haciendo hilo tras quien te acompaña, en los breves momentos que te cruzas con alguien. Incluso doy por hecho que se lavan las manos varias veces al día, aunque yo no lo vea. Me encuentro con deportistas, jóvenes y respetuosos, que me ceden el paso si es preciso, separándose y ejercitando la apnea cuando pasan cerca, sobre todo si te ven mayor, para evitarte riesgos por aspersiones dudosas. Una maravilla, fruto de la vacuna de sentido común que nos hemos puesto en masa.

Pero todo no puede ser perfecto y encuentro mascarillas tiradas por el suelo. Cierto que no todas, habida cuenta del número de usuarios, pero mejor no dar ideas, que cualquier número sobrepasará lo que aconseja el decoro visual, el afán de limpieza que nos embarga y la mínima higiene, ya que pueden ser bombas enmascaradas. Obsesionado con la tontería de que quedan pocos metros cuadrados de superficie terrestre libres de residuos artificiales, doy recreo a la imaginación y sucumbo al intento de arreglar un problema en dos pasos. Habida cuenta de que nos sobran las advertencias, se me ocurre la idea de imponer un incremento de 50 céntimos al precio de cada mascarilla -por menos no nos molestamos en este país de ricos-  reembolsables entregándola para adquirir otra. Hay suficientes expertos para idear la forma de simplificar los trueques y el conteo seguro sin manipulación del residuo. La idea no es mía, qué más quisiera, sino tan antigua como el uso de carritos en los supermercados con préstamo de una moneda, experiencia que avala su funcionamiento.

Me crezco en la ocurrencia y perfilo detalles para mejorarla mientras la imaginación, ambiciosa y soberbia, me pide hacerla extensiva a latas de refresco, botellas y otros adornos varios que embellecen caminos y cunetas. Paso a paso, levito soñando que pondré fin al mar de residuos que nos invade, hasta tropezar con un aro de precinto que no vi a tiempo. El golpe de realidad me convence de que no habrá medios suficientes para llevar a cabo esta empresa ni, sobre todo, voluntad para liderarla por quien puede. Tampoco parece que la ciudadanía pierda el sueño por basurilla más o menos. A pesar de que haya quien piense, tal vez con razón, que nos están ahogando lodos que guardan relación con polvos pretéritos. 

Cuánta conjetura que pudo evitarse previendo una pila de repuesto. Ya se puede adivinar  por qué puse este título a la columnilla.   

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