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viernes, noviembre 13, 2020

Hay alguien ahí...?

 

Por si fuera poco una pandemia, hay que añadir la confusión provocada por el exceso de ruido que aturde y se diluye en un inquietante silencio ante tantas preguntas. Aplazo de momento la de una escandalosa historia de cifras inciertas tras ocho meses y trato en vano de salir del bucle planteando nuevos interrogantes que no sé si tendrán respuesta. Hace unos días se escuchaba en las ondas el clamor desesperado de un jefe de servicio de inmunología que insistía en el más eficaz remedio, por ahora, para evitar los contagios. Mil veces repetido, lo nombraba como la regla de las tres emes, o sea, mascarillas, metros y manos. Tan fácil de aprender, como difícil de llevar a la práctica, según parece.  

La experiencia en el uso de las mascarillas da para un tratado sobre la conducta humana y sus diversas actitudes. Por la razón que sea, hay quien no la usa y da la cara para arriesgar su salud y la de todos, mientras otros hacen de ella una prenda de alta costura, con vertiginosa proliferación de diseños propios de pasarela: banderas, dibujos, flores, lemas o firmas. Buena ocasión para lucir modelito con logo y letras bordadas, aunque la homologación sanitaria disfrute de una dudosa suposición, como primer e imprescindible requisito. Proliferan los  adictos al top-les, sin dar importancia al hecho de que la nariz pueda ser un importante foco de transmisión. Una mina de muestras para quienes hacen las PCRs que se exhibe sin pudor y sin vergüenza, a pesar del chiste que la compara con otro apéndice. Nada se puede contra el afán por traspasar límites, inherente al ser humano, como demuestra la bula a que se acoge cualquiera que se sienta en una terraza de bar, encienda un cigarrillo o se ponga a correr.

La regla de los metros, el distanciamiento social, requeriría ojos que no midan a conveniencia o sensores, como los que llevan los coches para aparcar, porque terminamos chocando con el paraguas en día de lluvia:  vano intento es pretender un metro, aunque la recomendación sea de dos. Dependiendo de con quién coincidas, puedes convertir tu paseo en un concurso de saltos y de huidas o resignarte cruzando los dedos, porque parece que lo que no se ve, no existe. O sea, un problema de falta de fe, como corrobora la formación de corrillos, paradas en intersecciones o la obstrucción de aceras y de pasos obligados.   

Del lavado de manos cabe decir que es una regla restringida a la intimidad personal y tal vez la más justa si, como parece, castiga a quien no la cumple. Me preocupa, no obstante, casi más que las anteriores, porque temo que la practique quien no debe y haya imitadores de Pilato que hacen el gesto mientras piden a todos la responsabilidad que ellos debieran estar ejerciendo. Y entonces aparece la pregunta ¿Hay alguien ahí, que nos proteja y procure el mayor cumplimiento de estas reglas o cada uno debe hacerlo frente a la amenaza silente de otros? ¿De verdad confían los gestores públicos en que es suficiente la solicitud a la colaboración de todos o al sentido común?

Porque si con recomendaciones amables se esperan resultados en asunto tan serio, está de más cualquier coerción empleada ante la transgresión inocua de otra norma.  De no ser así, lo que sobran son las abluciones manuales, precisamente, por parte de quienes deben mojarse hasta las cejas. Sobre todo, para que no paguen justos por pecadores, una vez más.

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