Tras el calor y las fiestas de todos los agostos, cada comienzo de curso intenta poner fin al desorden de horarios y costumbres. Será una obviedad decir que el de este año tiene que ser distinto, añadiendo luego lo del “verano atípico”, pero ahí está septiembre. La normalidad que pretenden las administraciones educativas tiene a padres y docentes sumidos en un mar de incertidumbres, por más que en esta crisis hayamos comprobado que se cambian criterios en cuestión de horas y aún quede plazo suficiente para albergar nuevas inquietudes.
Aceptando –quizás sea mucho
aceptar- que a partir de secundaria puede esperarse un cierto nivel de
razonamiento y colaboración del alumnado, no parece probable que eso ocurra a
medida que se desciende en los tramos de edad. A etapas inferiores voy a
referirme por considerarlas con mayor riesgo de contacto y, sobre todo, porque
tengo en esas edades alguna experiencia, aunque sé que no es un criterio que
goce de prestigio. Por eso he leído las claves para la vuelta a las aulas,
lectura que recomiendo por si estuviera equivocado, y llego a la conclusión de
que, una vez más, han sido elaboradas por alguien que no parece haber trabajado
en infantil y primaria. Conste que me comprometo a rectificar esta afirmación, y
estaría encantado de hacerlo, en caso de ser procedente.
Cuesta creer que escriba estas claves
alguien que conozca el recorrido de una goma de borrar en una clase de primero,
por poner un ejemplo fácil y extrapolable a otras situaciones. Se introduce el término
“burbuja” para agrupamientos de menores de diez años, considerándolos convivientes,
a pesar de que pasan cinco horas al día en la escuela y el resto con sus
familias. Podemos coincidir en la necesidad de regresar a la presencialidad, pero
la situación exige hacerlo en las mejores condiciones para que esto no sea un
experimento y, entre otras cosas, para no devaluar el sacrificio de cuatro
meses distanciados. Si se trataba de pruebas, pudieron hacerse antes de mayo y
ya tendríamos resultados y experiencia, con el ahorro en tareas, medios y horarios
que durante este tiempo se exigió al profesorado.
Porque se dice en las claves que
“abrir un colegio es infinitamente más complicado que un comercio”, se echa de
menos un protocolo que recoja directrices claras con actuaciones concretas como
transformaciones de espacios, de tiempos o de personal, lo mismo que se le
exige a una empresa. Han vuelto las competiciones deportivas sin público; se han
cuadriculado algunas playas y limitado el aforo en espectáculos al aire libre;
se concreta el número máximo asistentes a una reunión familiar… sólo la escuela
parece asumir la “normalidad”. Todos a una, de nuevo, sin previsión de adaptaciones
entendibles y generalizables a cualquier centro, independientemente del buen
hacer o del ingenio de los equipos directivos. Equipos formados por docentes y
no por expertos en seguridad ni en pandemias, aunque tal vez tengan que decidir
ante posibles incidencias. Cito como resumen una de las claves, por parecerme
especialmente nebulosa: ´Se deberán preparar planes de contingencia “todos los
que sean necesarios”, para que los centros puedan hacer frente a las
eventualidades que surjan a lo largo del curso´. Inconcreto, impreciso,
increíble. Se diluye el liderazgo y, de paso, la responsabilidad.
En un alarde de espíritu dialogante,
la Junta de Andalucía advierte –pero no amenaza- sobre la aplicación del
protocolo de absentismo. Aviso a navegantes con margen de mejora.
A un mes escaso de la hora de la
verdad, y arriesgando mis comodines de osadía, confieso algunas certezas
íntimas: la primera es que ni una pandemia convence a las administraciones
educativas, sean del signo político que sean, de que hay situaciones que exigen,
al menos temporalmente, incremento de plantilla; la segunda es que otorgaría
honores de kamikace a cualquiera de los docentes que asumirán este desafío.
Bien, pues que Dios reparta
suerte. Por si el sentido común no estuviera muy repartido.
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