Nadie escarmienta en cabeza ajena y nadie debiera experimentar en ese sitio, pero me temo que ocurre. En columnas anteriores he insinuado mi debilidad por los escasos defectos que adornan a nuestros representantes públicos, seguramente porque nunca di el perfil para serlo, pero alguna vez hay que repartir equitativamente la leña y no colgar el sambenito siempre a los mismos. Habrá que asumir nuestra responsabilidad, ésa que tanto añoramos en cuanto sospechamos que nos merman. Que nadie se sienta acusado de algo que corresponde a todos, porque ahí está “la gente” para ser señalada cuando encontramos una culpa sin dueño, cual detritus resbaladizo, candidato a ser pisado, en la acera.
Llegó el ansiado momento de demostrar
que sabemos y podemos navegar solos, aunque sea renunciando a un culpable en
caso de error. Ha sido cómodo tener reserva de torpes, insensatos o irresponsables,
pero hoy manejamos libremente el timón, a pesar de la advertencia de que hay mar
de leva, que sopla viento en contra y que la tempestad no da respiro. Persiste
el peligro, aunque no haya señales de prohibición y en estas condiciones, cabe
hacer lo previsible en una tribu sin memoria: celebrarlo con una fiesta, apurar
el ron que queda en la bodega y sellar con abrazos efusivos la
irresponsabilidad recuperada. Necesitamos bordear los límites cuanto antes ¿por
qué esperar a que pase la tormenta? La demora vuelve a ser una tortura
innecesaria, así que comamos y bebamos que mañana moriremos, cosa inevitable que
algún día tendrá que suceder. Cuesta digerir que la serie interminable de
renuncias, increíbles -incluso desde la certeza de haberlas vivido- se amortice
pagando en cada encuentro con una cuota de los besos aplazados.
El juego de la ruleta rusa tiene
la desagradable capacidad de provocar una explosión de adrenalina que adjudica al
temerario un valor sólo comparable con su estupidez. Hasta ahí cabe hablar, por
estomagante que resulte, de un cierto derecho al error irracional, pero lo
intolerable y perverso es practicarlo con las cabezas de los que están alrededor,
convirtiendo en homicidio potencial lo que parece audacia suicida. Sorprende
que nos inquiete la presencia de un loco armado en la calle, un conductor ebrio
o un mandatario con más poder que sensatez, mientras toleramos a los atrevidos que
ignoran el distanciamiento social o el uso de mascarillas, a pesar de que sólo algunos
simples duden de su eficacia.
Se nos olvida de golpe que hemos
parado el mundo porque se decidió que la supervivencia de todos debía prevalecer
sobre cualquier industria o negocio. Habiendo suspendido fiestas, afanes y duelos
¿Cómo explicar a los pequeños héroes que aunque se les arrebató una primavera, pueden
pasar, sin más, a la página siguiente del cuento? Alguien tendrá que decir a los
sanitarios que estamos dispuestos a volver a los aplausos si es preciso y supongo
que también habremos de asumir que las exequias abreviadas pueden ser la norma.
Me tomo un respiro en esta pesadilla para aclarar, sin éxito, si hay que seguir
esperando a que amanezca o era un sueño lo que terminó con los idus de marzo.
Frívolos, egoístas, prepotentes y
solidarios de salón. Tan capaces de provocar una tormenta de humanismo ante un sufrimiento,
como de hacerlo pisando dignidad o derechos. Tomo nota de los excesos y contradicciones
que me caracterizan como humano, incluida la infame tendencia a jugar a la
ruleta rusa en cabeza ajena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario