Hubo un tiempo, es verdad que lejano, en el que el dominio de la lectura y la escritura marcó una frontera que nos clasificaba y permitía el acceso a la mayoría de conocimientos. Por inevitable fortuna, dejamos atrás ese filtro mientras aparece otro, de más amplio cometido, como es la utilización de automatismos y medios digitales que se adornan de pretendidas facilidades para nuestra vida, al precio de hacernos más diferentes frente a las complicaciones que asumimos.
Para muestra, el empeño de las
entidades bancarias en proponernos operaciones que debemos hacer nosotros
mismos – manteniendo las comisiones- para cualquier gestión. No se conforman
con que sepamos sacar dinero del cajero automático, sino que insisten para que
aprendamos a pagar con el móvil y otras tareas que harán innecesarios los
puestos de trabajo de los mismos que nos enseñan.
El contagio se extiende. Hace
meses protagonicé un episodio que, de haber sido grabado con una cámara oculta,
lo propondría como paradigma de la torpeza con título universitario. Era en la
estación de cercanías de Atocha, donde constaté que hablar el idioma, pedir y
pagar un billete, no era suficiente. Necesitas bastante intuición, algo de
suerte y mucha paciencia. Ante varias máquinas expendedoras, me puse en la cola
de una, entendiendo al momento por qué van tan lentas. Las dos primeras opciones
del monstruo suelen ser claras, hasta que la cosa empieza a complicarse cuando
no aparece la que quieres. Sin alternativa ni marcha atrás, te agobia la sensación
de fracaso y la impaciencia de los que te siguen. Aceptas un pequeño debate
abierto en el que percibes que cada uno sabe su ruta y te aportan sólo tentativas
que ya has probado sin éxito. Por fin aparece una auxiliar uniformada que
explica poco, trastea la máquina a una velocidad que te impide aprender y deja
claro tu analfabetismo tecnológico mientras se desplaza sin despedida a la
máquina de al lado en la que otro inexperto repite tus torpezas. Solucionado,
si no fuera porque los billetes pagados no aparecen por más que husmeas todas las
oquedades visibles. Apelas a la sabia, que rechaza tu ruego porque ya está en
otra tarea, cuando se adelanta un alma caritativa para advertirte que allí, más
abajo de tus rodillas, lejos de tu campo visual y de la zona de acción, se
encuentra el objeto de tu deseo.
Agradeces el detalle y para
acertar con tu tren, recurres a una oficina de información, porque no
encuentras a la vista ningún cartel que indique la dirección buscada. Es muy
fácil, lo sé, pero soy torpe. Me están haciendo torpe, a pesar de que no
aceptaba ese término para nadie y me consideraba, por lo menos, del montón. Haga
una prueba parecida el lector, y sáqueme de dudas, se lo ruego. Recuerdo que
cuando estudié algo de enseñanza programada descubrí una metodología de
aprendizaje autodidacta que manejaba todas las posibilidades lógicas de un
proyecto y conducía inequívocamente a diversas soluciones dependiendo de la
ruta elegida, pero siempre con alternativas claras y evitando los caminos sin
salida. No encuentro estas condiciones en la mayoría de los automatismos que
nos van imponiendo, aunque creo que si ha de ser, debería hacerse, al menos,
con pruebas de evitación del fracaso.
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