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viernes, diciembre 13, 2019

El patito feo

Reconociéndonos diferentes, y alguna vez exclusivos, a todos tranquiliza ser y sentirse iguales a los que están cerca. Es de suponer que el deseo de igualdad se refiera a la parte deseable, que nadie quiere parecerse en desgracia ni desvalimiento. Cuando estas líneas lleguen a los ojos de un lector, tal vez sigan iluminados por el doble efecto de los destellos que nos anuncian las fiestas navideñas, uno que nos atrae como polillas hacia la luz, igualándonos en ilusiones y buenos deseos, y otro que deslumbra y hace invisibles tantas diferencias y exclusiones, logrando con ello un efecto sedante. 

Me recordaba hace días un amigo su pesar infantil – porque entonces no se decía trauma- al tener que asistir a la escuela de parvulitos vestido con un baby que su madre le había hecho con todo el primor del mundo, pero con la mínima diferencia de que era beige en lugar del blanco que lucían todos los demás niños. Había que aprovechar la tela de un guardapolvos del hermano mayor –que aquello sí era una crisis permanente- de manera que la fila diaria añadía argumentos a su escasa afición por la escuela, a la vez que le hizo entender el cuento del patito feo sin necesidad de que se lo contaran.  

Por eso, en medio del fulgor, habría que tener en cuenta a tantos que perciben la inclusión, igualdad al fin y al cabo, como una meta inalcanzable. Para muchos será seguir buscando, con el equipaje del miedo y la mínima esperanza, un resplandor lejano en la noche de nuestras costas que les deje, si el mar quiere, engrosar la nómina de incómodos huéspedes. Otros, más próximos, se acercarán a la luz con el único propósito de hacerse visibles a pesar de sus capacidades, de su edad o de su suerte. 

Por razones que no sé si son oportunas, este año me bulle en la cabeza el silencio clamoroso de los que están atrapados en la interminable oscuridad de la desesperanza cautiva, desde la que sueñan con la libertad como única luz capaz de poner fin a su espiral de culpas y lamentos sin voz al otro lado de las rejas. Especialmente apropiado será recordarlos cuando el jefe del estado nos repita que todos somos iguales ante la ley, pues suponemos que el deber de decirlo no implica el de creerlo. Seguramente iguale a muchos la existencia de un cuñado que amargue la cena de nochebuena, pero pocos de nuestros penados podrán considerarse iguales en tratamiento a otro que está ahora en el pensamiento de casi todos. No lo serán tampoco con los políticos presos –en este orden de palabras- ni con tantos que, apadrinados con el poder que les dio saltarse la ley, purgan penas a medida.

Sería bueno que la luz de la navidad diera motivos para creer en la igualdad de todos y en todos los territorios, pero es de temer que eso requiere algo más que palabras, por real que sea un discurso. Esperaremos nuevas fiestas cuando se apaguen los brillos de éstas y volveremos a proteger nuestra visión del ingrato paisaje de las desigualdades y de la exclusión. Hacer invisible lo incómodo ha sido siempre una técnica eficaz para ahorrarle preguntas enojosas a nuestra insatisfecha búsqueda de bienestar. Y en ese afán tendrá sentido seguir explicando a nuestros niños el cuento del patito feo.

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