La última etapa laboral, que con frecuencia se vuelve una tediosa cuenta atrás, fue para mí una agradable experiencia hasta el punto de sentir alguna vez que me pagaban por algo que debí pagar. Con el pudor de reconocerme privilegiado, viví este tiempo desde el entusiasmo de nuevos aprendizajes e inesperadas oportunidades. Una de ellas fue la de conocer a personas como Julia, nombre que copié para el título, de un poema de José Agustín Goytisolo, como si también este cuento hubiera sido escrito pensando en ella.
Érase una vez una madre trabajadora, joven y valiente como son las madres, que llevaba a su niño a la escuela y parecía un modelo de mujer feliz. Enamorada incluso después de que su familia lograra abrirle los ojos para que viera una evidencia a la que los cerraba obstinada: el amor de sus últimos años, el padre de su hijo y de su pequeña recién nacida, llevaba una doble vida que ella se negaba a reconocer, porque le parecía imposible, hasta que pudo verlo incluso con los ojos cerrados. De no haber sido por una cosa, hubiera sido por otra, de manera que se quedó sola, joven y rota. Por razones que no vienen al caso, me tocó intervenir cuando Julia se debatía con los desvelos de cualquier mamá de escolares: las carreras de cada mañana, la ayuda en las tareas de cada tarde, la bebé, el trabajo, la casa, las noches, las fiebres, las vacunas y la costosa separación de sus retoños cuando empezaron a pasar los fines de semana con el padre y la persona que los había separado de él.
Sufrió y lloró a solas lo que quiso y pudo, llevando con entereza las discrepancias, de manera que más de un domingo, al regreso, hubo de ponerse seria para que el chico terminara las tareas que no había hecho con el padre. Me consta su dificultad para contestar a algunas preguntas de los hijos evitando cualquier reproche y buscando el difícil equilibrio entre el respeto y la ofensa. También a solas pasó las noches de toses y dudas, las visitas al pediatra y las correcciones que debió imponer para que aquello no naufragara, incluso sorteando algún chantaje que los menores intentaban ante una mínima rigidez frente a la permisividad del padre.
Debió odiarme el día que admiré su generosidad pero le advertí que, con el tiempo, tendría que asumir la posibilidad de que un juez preguntara a los chicos por su preferencia para residir y decidieran cambiar todos sus desvelos, sufrimientos y lágrimas por un ambiente más cómodo, el uso discrecional del móvil o el horario relajado que empezaba a adivinar en el entorno paterno. Hoy está próxima esa situación y en ningún sitio está escrito que los hijos vayan a ser agradecidos.
El relato no acaba bien ni mal, porque no ha acabado. Hace días vi a Julia acompañada de alguien con quien comparte su vida. De no ser esto un cuento sujeto a secreto profesional, yo caería en la reiteración torpe y emotiva de decir a esta persona que tiene la obligación de ser y hacerla feliz. Porque así deberían acabar estas historias y porque así lo merecen todas las Julias del mundo. Conseguirlo me parece más igualitario y reivindicativo que la repetición obsesiva de palabras en ambos géneros.
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