Aunque me cueste, debo confesar mi culpabilidad en la muerte de Verónica. Ya conocen el caso de esta madre de 32 años, trabajadora en una empresa que monta camiones, a la que la vida se le ha hecho insufrible tras la difusión entre la mayoría de sus 2.500 compañeros de trabajo, de un vídeo de contenido sexual que ella misma se había grabado cinco años antes, cuando pensaba ingenuamente que era dueña de administrar su imagen. Nadie podía prever que las miradas inquisitivas, los cuchicheos o el ejercicio libertario de compartir un contenido, iban a tener esa consecuencia; así que, en previsión de que la responsabilidad se diluya en un nadie impersonal, voy a proclamar mi derecho a ejercer de acusado. Cada cual piense lo que quiera a la hora de ponerse a solas delante del espejo.
Tras el tumulto compasivo y hasta sindicado de sus colegas, se investigará para poner en evidencia la necesidad de legislar sobre el abuso de las redes sociales y las distintas facetas del acoso. Aparecerá otra vez la educación como el baluarte de las estrategias necesarias para evitar que el mundo sea cada día más inhumano y mientras tanto, regresará la tranquilidad hasta el próximo sobresalto, porque la vida es un duro batallar y no hay que sufrir más de la cuenta. Siendo poco previsible un arreglo eficiente ni rápido, conviene dejar de dar vueltas al tornillo sin fin de las ideas, que sólo sirve para desgastar inútilmente, cosa que pudo ocurrirle a ella y precipitar así el penoso final que conocemos.
No he trabajado en esa factoría ni me pasaron el vídeo, pero es fácil que pertenezca a la misma tribu de los que lo compartieron y también de los que se manifestaron luego apenados en la puerta de la fábrica. Más de una vez habré reído las gracias de algún matón o presunto poderoso, incapaz de enfrentarme a la injusticia por miedo a captar la atención de la fiera. Incluso puedo haber dado a alguna víctima hostigada la típica palmadita que deja clara mi adhesión incondicional, pero a salvo de miradas para no arriesgar el sitio que me sirve de asiento, o sea, el reducto de mi escaso decoro. Media vida pidiendo que paren el mundo para bajarme de él, como si parodiar a Groucho tuviera otra intención que la de continuar en el confortable viaje de las indignidades que promovemos -toleramos sobre todo- a diario.
Cuando la justicia haga su trabajo y aplique a quien corresponda los atenuantes oportunos, espero encontrar alguno que me sirva, de manera que el peso de la balanza no aplaste los restos de escrúpulos que me queden, por si tengo algo que ver en la peripecia de algunas Verónicas que mostraban, en sus brazos extendidos, el paño de un calvario donde sólo fui capaz de ver su desnudez y su vergüenza. Por si alegué, lo mismo que su empresa, que era un asunto personal o la hice responsable de ofrecer oportunidades a los malos. Por haber alimentado el pedrisco poniendo mucho cuidado en no tirar la primera piedra.
Yo confieso, al fin, porque alguna vez me defendí ante mi soledad o ante otros utilizando el manido e inservible argumento de que tengo mi conciencia muy tranquila. Como si tuviera.
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