Por mucho que disfruten con los desfiles procesionales, coincidirán conmigo en que esperar a que pasen, dependiendo del sitio, se hace interminable. En tal caso, uno tiene un amplio abanico de posibilidades para entretener el tiempo además del socorrido recurso al móvil, que parece la ocupación que gana más adeptos para ese tipo de situaciones. A mí algunas veces me da por pensar y descubro con frecuencia lo ocurrente que puede ser una mente ociosa con tal de que tenga algo de tranquilidad, tiempo y persistencia. Cuando le coges el punto, se te puede hacer hasta corta una espera.
En esas andaba la pasada semana santa, situado previamente en un rinconcillo tranquilo y poco utilizable como paso de peatones -una mala suerte que me persigue- cuando me puse a cavilar sobre la curiosa circunstancia que ha hecho coincidir estas fiestas con la campaña electoral. Este aumentaba la probabilidad al concentrarse en primavera más de una convocatoria democrática, pero no es la primera vez que ocurre, pues hay un antecedente en las municipales de 1931. Aunque a nadie le parezca una casualidad propicia, será luego ocasión para que los perdedores encuentren razones a su fracaso y los favorecidos por las urnas añadan mérito a su logro.
Mientras me perdía en esas divagaciones, se aproximó un avance del desfile, adornado por las vibraciones marciales de costumbre, esas que a su paso te conmueven las vísceras, los pies y cualquier parte del cuerpo susceptible de vibrar. El caso es que, a punto de llegar al clímax pensante, fui sacudido por una explosión de realidad que me convenció de que a la semana santa le puede sobrar ruido, y lo que es peor, faltarle otras cosas.En descargo propio y de la persona que me da la oportunidad de aburrirles o entretenerles con la columnilla de cada mes, proclamo mi total reconocimiento a todo festejo o manifestación con tal de que tenga por límite el respeto que todos nos debemos, como no puede ser de otra manera, y valorando por descontado, el trabajo de las personas que participan con esfuerzo e ilusión para realzar la semana santa, con todos los matices que se quiera. Debajo de un trono se sufre en compañía y eso merece ser admirado, como poco. Ello no obsta para entender que el poder del ruido, del que difícilmente escapamos, se imponga con frecuencia como elemento dominante, silenciando lo demás.
Superadas las vibraciones y sus causas, me dio por considerar si a las campañas electorales no les ocurrirá algo parecido. Quizá se imite la estrategia del vendedor que aturde con su bocina, ofreciendo mil cosas entre las que, al final, la gente busca una salida sin entender muy bien el precio que paga a cambio, aunque nadie admita seguirla. Y puestos a pensar, se me ocurrió la posibilidad de cambiar el alboroto por un acuerdo mediante el que cada candidato se someta a una especie de compromiso de actuaciones con el votante, evaluable con criterios objetivos, de manera que éste pudiera recuperar la confianza prestada, incluso antes de finalizar un mandato, en caso de incumplimiento. Difícil es, pero tal vez no sea imposible.
También puede ocurrir que cada época tenga unos ruidos y yo viva una que tolera pocos. O que, efectivamente, el paso de las procesiones se demore demasiado.
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