Hacer presente lo pasado para recordarlo y revivirlo es una tarea apasionante y tal vez necesaria. Por eso ha seducido siempre la historia a los humanos, aunque arrastre la dificultad de un acuerdo sobre los sucesos que interesen a cada cual. Otra diferencia ventajosa sobre los parientes irracionales que nos recompensa en forma de disfrute y enseñanza necesaria para situaciones venideras. Considerada como una ciencia, la historia estudia y narra los hechos del pasado aunque tengamos que admitirle los riesgos de verse expuesta al peaje de la subjetividad, del error inocente y, por supuesto, a la manipulación, lo que añadirá mérito al trabajo del historiador.
Deudora desde siempre del lenguaje, es muchas veces sorprendida por éste con creaciones oportunas e inteligentes. Por su capacidad de sugerir, me llaman especialmente la atención los términos “discurso” y “relato”. El primero porque parece una suerte de idea principal cargada de intenciones por parte del que dice, mientras el segundo sería la realización práctica del comunicado; en cualquiera de los dos se adivina la intención de hacer prevalecer una idea. Así, algunas clases de discursos se basan en la construcción de uno o varios relatos: se destaca lo que conviene y se oculta o silencia lo que no, se inventan rumores o se lanzan cortinas de humo, se reiteran pequeños éxitos propios y se pasa de puntillas sobre los ajenos. Es fácil deformar, desenfocar el objetivo, dar un empujoncito a alguien o poner una zancadilla, según convenga al promotor del discurso… en fin, para qué recrearse en prácticas que tantas veces han caracterizado al poder. Los vencedores escriben la historia y se ayudan de algún hábil cronista que deja constancia de los hechos que interesan al amo que paga. Desde temprano se utilizó la publicidad y se recurrió a las técnicas de imagen, para tortura y mérito de historiadores futuros.
Viene todo esto a propósito de acontecimientos que nos envuelven como una vorágine de oleaje semántico que engulle el aire mientras pretendemos asirnos al flotador de un significado que entendamos todos. Se cruzan mensajes en los que oímos llamar negociadores a simples chantajistas, líderes a demagogos y héroes a villanos. Efectivamente, es tiempo de diccionarios y de cinismo. Se entiende la diferencia entre un prófugo y un exiliado, pero hay interés en construir relatos de confusión utilizando para ello las masas y los símbolos. En algún momento se ha llamado patriotas a quienes creímos asesinos y se intenta mezclar con descaro los conceptos de verdugo y víctima. Hay un excesivo afán por imponer “lo que yo te diga” a pesar de que tenga el mismo valor argumental que la conciencia tranquila -es decir, ninguno- los use quien los use.
Urge dar al lenguaje una dimensión justa y proporcionada porque estamos oyendo agradecer la colaboración a quien ha segado los pies a cualquier iniciativa o defendiendo la cohesión a quien bombardeaba las relaciones entre iguales. Esto sirve también para nuestras experiencias cercanas, contagiadas de vicios que no son exclusivos del telediario. Necesitamos espíritus críticos y mentes honradas porque la manipulación no está tan lejos. Hace falta que se clarifique el lenguaje o corremos el riesgo de terminar en otra torre de Babel, por poco crédito histórico que demos a ese relato.
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