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domingo, marzo 11, 2018

Bola de nieve

Otra vez han saltado algunas alarmas y lo han hecho de forma gregaria y cerril, por horrendo que parezca el caso. No creo que la gravedad de una acusación la haga más cierta pero, desde que se conoció la noticia del posible abuso sexual en una escuela de la provincia vecina, se puso en marcha un reparto de condenas y remedios en formato oleada. Temibles efectos los de este fenómeno, casi meteorológico, que progresa revestido de buena fe y mejores intenciones, pero que se retira dejando víctimas en la orilla. Suele hacerlo. 

Algún reproche hubo para el sistema educativo, porque no acaba de hincar el diente a la educación afectivo-sexual, a pesar de la facilidad de acceso que tienen los menores a esos  contenidos. También para la falta de prevención que ha permitido semejante crimen dentro del sagrado ámbito en que debería aprenderse lo contrario y, por supuesto, para quienes estaban al cargo de los menores, por si hubo ineficaz o escaso celo profesional. Algo entendemos todos de muchas cosas, pero en educación somos expertos (y se nota).

Tenemos un problema de banalización del abuso, de cualquier tipo de abuso, aunque unos sean más graves que otros. Nadie debería tener ningún miedo a nada ni a nadie, en el espacio de paz de una escuela, independientemente de que se exhiba en el exterior un azulejo que lo proclame. La única inquietud admitida en un centro educativo, debiera ser el loable temor a no estar a la altura de las circunstancias frente a la responsabilidad de cada uno. 

Ocurre alguna vez que las instituciones públicas -o sea, sus representantes- aplican paños calientes o dan largas a la resolución de un conflicto, sin dejar a los perjudicados otra salida que el enfrentamiento en indefensión, la huida o la asunción del nudo cronificado e irresoluble. En cualquier caso, y si se confirmara la peor hipótesis, la que se dio por cierta en algunos ámbitos desde el primer momento, deberíamos creer que la educación pública tiene recursos adecuados para corregir lo que parece una conducta desviada en quien se está formando y, por tanto, accidental y posiblemente inevitable, aunque resulte escandalosa, lo mismo que deberíamos confiar en la propia resiliencia de los afectados. 

Tras la ruptura torpe y punible de una cadena confidencial, con algún medio que proclamó como certeza lo que apenas era sospecha y con una administración que responde –no es la primera vez- con más diligencia ante el eco social que ante los hechos, comienza a rodar una bola de nieve en donde, probablemente, no haya más que trazas de una de algodón. Con más concurrencia de emociones que de hechos, se mezclan argumentos dudosos y afirmaciones adobadas con medias verdades. Faltaban y llegaron las benditas redes sociales -que no son las culpables, sino los abusos en ellas- para batir, que no debatir, añadiendo excesos, gazapos gramaticales y hasta ocasión para el lamento cínico, ante la pérdida de valores, por parte de quien alguna vez los persiguió en otros. Mientras tanto, la ola está en movimiento. 

Peor pronóstico merece la posibilidad de que la conducta del abuso, repito, de cualquier tipo de abuso, esté implantada en instituciones o representantes de ellas, incluso en guardianes de algún derecho público, porque no admiten corrección ni el sistema se lo exige. Ahí no llegan las inquietudes educativas porque impacta menos, pero es más injusto y me da más miedo. 


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