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viernes, octubre 13, 2017

Homo Porcello


Si para conocer bien una ciudad hay que ver amanecer en ella, puedo asegurar que la que nos acoge se parece mucho a una persona de las que la salida del sol encuentra en un estado francamente mejorable: suelo con papeles, plásticos y otros residuos que los trabajadores de la limpieza se afanan en agrupar, decoraron impunemente la noche. 

Recuerdo de nuevo mis peroratas con César Trujillo, el amigo invisible citado en otra columna, porque hace unos días me dijo que estamos en la era del plástico, habitada por el “homo porcello”. Semejante latinajo, que parece haber inventado para nombrar nuestra afición por dejar basura por todo el paisaje, lo eleva a la categoría de género evolutivo, como lo fueron los de “sapiens”, “habilis” o “erectus”. Por si los entendidos no aceptan la traducción, me aclara la aproximación a “hombre guarrete” y se queda tan fresco. Entiende que me preocupen los grandes problemas medioambientales o que el imperio, torpemente pilotado, salga del Acuerdo de París contra el cambio climático, pero me advierte que, mientras tanto, olvidamos lo que contamina cada uno, que no es poco, mientras toleramos resignadamente el espectáculo poco raro de espacios en los que puede verse un amplio surtido de latas y envases, cada vez más abundantes por aquello del consumismo.  Me recuerda que no existe ciudad moderna a la que falte un mínimo de no sé cuántos chicles por metro cuadrado de acerado sin que, al parecer, nadie exija a la empresa que los fabricó y vendió, la mínima responsabilidad en su recogida. Por si fuera poco, avisa –y se puede comprobar fácilmente- la degradación del paisaje se extiende por caminos, cunetas y despoblados de tal manera, que va siendo más difícil encontrar lugares en los que no aparezca la señal de nuestra desidia. 

Yo creo que, en el fondo, la gente ama la limpieza, como lo demuestra el hecho conocido de personas que, sin distinción de sexo, apenas terminan de comer, sacuden el mantel por la ventana o hacen lo propio con la alfombra del dormitorio al levantarse, pero César es obstinado y no está por darme la razón, insistiendo en preocuparme con el argumento de que estamos perdiendo la capacidad, tanto humana como presupuestaria, de limpiar lo que hemos ensuciado, así que dentro de algunos miles de años, los arqueólogos tendrán muy clara nuestra torpe forma de vida, escrita en estratos de pocilga.   

Consecuente con sus ideas, rechazó la fresa de plata con la que el ayuntamiento pretendía reconocer su trayectoria laboral y propuso en su lugar a los basureros, porque ese trabajo, que siempre fue necesario, se ha convertido en imprescindible por culpa de nuestra indolencia y la falta de vigilancia de quien la tiene encomendada. Otro día tal vez les explique la ocurrencia que ha tenido de proponer una tasa retornable para todo lo que sea susceptible de ensuciar el suelo. 

Con historias de este calibre, salgo cada mañana reconociendo el trabajo de la gente que barre las calles y añado a esta preocupación otras suciedades a las que nos vamos acostumbrando, quizás menos visibles, pero de peor olor, pronóstico y remedio. Sí, me refiero a ésas que suman beneficios y restan honradez.

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