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sábado, julio 16, 2016

Cuatro años ya

Va a ser ésta una columna falta de objetividad, cortada por la obstinación y un obituario a deshora. Enviada en su tiempo, esperé en vano su publicación hasta que, al pedir explicaciones, un encargado de la redacción condicionaba este necesario desahogo a la importancia y carácter público del fallecido, categoría en la que no podían entrar mis cálculos, por consistentes que fueran mis razones.

Otro hecho consumado que digerir, guardando para mejor ocasión el aflore de sentimientos que provocaba, en medio de aquel bochornoso verano de 2012 que trajo consigo tantas pérdidas, la del amigo José Fernando. Se nos fue de forma inesperada y todavía inexplicable. Dicho sea como si algún tiempo estuviera exento de lágrimas o alguna muerte pudiera explicarse.  

Intentando evitar la “hora de las alabanzas” recordaba al amigo próximo, apasionado de los árboles y las motos o al desaprovechado tenor, a pesar del tabaco. Cargaba mucho más las tintas en algún aspecto que casi nadie conocía, posiblemente ni él mismo, y era su forma de ser maestro del que debí tomar algunos apuntes. Durante veinticuatro años ejerció en centros poco fáciles, con profesionalidad, responsabilidad y eficacia. Los equipos directivos de Alfaguara (hasta 1998) y Malagona después, saben a qué me refiero: ni quejas ni dobleces y récord de asistencia. Sin demostrar malestar por las situaciones incómodas que alguna vez le tocó vivir en una empresa de la que escasamente puede esperarse algún reconocimiento. Ante propuestas novedosas o excesivamente teóricas, respondió con recetas de éxito indudable y entendió las reformas y cambios como la revolución silenciosa del trabajo diario, sin retrasos, atajos o protagonismos. Sobrado de puntuación para trabajar en colegios más cómodos, optó por la postura que resumía su forma de entender la enseñanza: paciencia, compromiso y cariño por la profesión. También por los alumnos y hasta el último día, apenas cuatro años antes de morir.

 

Escaso tiempo para disfrutar el descanso ganado, pero hasta para eso hubiera usado una de sus frases-talismán ante cualquier irreclamable: “…eso es lo que hay…”.


Del amigo…poco más puede decirse cuando se sabe uno tan lejos de la objetividad. Mejor el silencio si no se encuentran palabras para explicar la mutilación afectiva que imponen los acontecimientos y de paso, se evita el desborde de los sentimientos, que debería ser una debilidad para ejercer en privado.    

Todavía hoy resultan difícilmente asumibles algunos lugares de Loja sin su presencia. Quiero decir que miro al interior de Quintana cuando paso por si tenemos que discutir algo al vapor de un café o lo busco cuando alguien irreconocible me saluda desde el casco de una moto. Por experiencia y por razones de trabajo, debería saber que en eso consiste la madurez. Renuncio a esperar nada del número que jugábamos en los sorteos de la Once, origen de discusiones, bromas y polémicas interminables en nuestros ajustes de cuentas. Casualmente, la muerte nos sorprendió sin deudas de juego, pero debo a José Fernando veintiséis años de afecto sincero e incondicional. Es poco probable que la edad le conceda a uno plazo suficiente para reparar el profundo hueco que impone la inevitable certeza de alguna desaparición. Pero eso es, al fin y al cabo, una consecuencia de la amistad que, hasta donde sé, debe considerarse un regalo de la vida. 


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