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viernes, mayo 13, 2016

Bicicletas

De siempre me han gustado las bicicletas. Tal vez porque, en lo más profundo de mis recuerdos infantiles, sigue vigente el deseo inalcanzado de tener una nueva, lo que sólo pudo paliarse, en parte, con una Frankenstein a pedales, resultado de la unión de piezas de otras, repintada mil veces y cedida en herencia forzosa por un amigo de mi hermano mayor cuando emprendía la incierta aventura de la emigración a Cataluña.  Es difícil que la compra posterior de los coches que he tenido me haya supuesto mayor ilusión que aquel legado que me ofrecía evasión y libertad, a cambio de entrar en el peligroso mundo del tráfico rodado y acceder por vez primera a la propiedad privada.  

Las bicicletas son máquinas ecológicas y sanas. Lo mismo se prestan al juego sano que a la competición o sirven como medio de transporte. Silenciosas, ligeras, divertidas y saludables, nos sirven de forma natural y económica, sin contaminar, sin hacer trampas. De alguna de estas características derivan- precisamente- los mayores inconvenientes y riesgos para su conductor-pasajero: el mínimo roce o impacto se lo lleva el cuerpo, sin otra defensa que la propia piel, por lo que da escalofríos contemplar al ciclista inmerso en la vorágine de una hora punta driblando entre mastodontes de chapa, humo y ruido, aprovechando las ventajas de su escaso tamaño y agilidad para no detenerse en el atasco, pero candidato a convertirse en sufridor del mínimo desencuentro. Esto ha propiciado que en casi todas las ciudades se hayan puesto en funcionamiento recorridos exclusivos, carriles-bici, con los que disminuir este riesgo. 

Progresiva y suavemente –en principio, sólo como alternativa puntual e inevitable- se han ido dando casos de ciclistas que utilizaban aceras y otros lugares que creíamos para uso exclusivo de peatones a muy baja velocidad o llevándola a pie. Como el comportamiento humano tiene tendencias parecidas a las de los fluidos, pues quiere ocupar todo espacio en el que no encuentra límites, la cosa ha ido en aumento y el fenómeno se generaliza, la velocidad no es tan baja y el abuso es más continuo que ocasional. Cualquier día habrá protestas de ciclistas porque los viejos no se apartan y los niños no van de la mano por los espacios peatonales. De hecho, he presenciado cómo un grupo de zangolotinos increpaba a otro de señoras, en edad de ser como poco sus abuelas, por el delito de no hacerles el hueco necesario en una acera para cruzarse con ellas. En la vecina costa malagueña hay un pueblo que goza de un paseo marítimo junto al que discurre en paralelo – a distinta altura, señalizado y separado por pivotes- un carril-bici que, inexplicablemente, está vacío mientras se pedalea por el peatonal, sin que pueda entenderse la ausencia de medidas en quien debería poner orden. Detrás de cada abuso suele haber alguna negligencia, no falla.  

Posiblemente se infravalores un peligro no menor y esta práctica se observa en casi todas las ciudades de España. También, en Loja. Como esto pone en evidencia la falta de previsión y de cumplimiento del deber de algunos y la escasez de luces de otros, es de esperar que, mientras se pone remedio, no nos atropelle una bicicleta en la acera. Más que nada, para no aborrecer algo tan bello y útil.


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