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domingo, diciembre 13, 2015

El barrio


Sentado frente a un papel en blanco, con la intención de llenarlo de contenido que otros pueden leer, debe ser frecuente asistir a un desfile de ideas, dudas y temores por los que uno se siente asaltado de forma distinta cada poco tiempo.  Si a ello se añade una cierta dosis de vergüenza –y espero que no se me tome como alarde- se puede entrar en tal proceso de arreglos, correcciones y cambios que, cruzados con la actualidad, hacen irreconocible el resultado, de manera que, lo que empezó queriendo ser una proclama, se queda en ramillete de propósitos (cualquiera sabe si despropósitos). De esta forma, mientras preparaba algo sobre el duro trabajo de estudiar, se ha interpuesto la cita electoral a la que estamos convocados en fechas casi coincidentes con la salida de este número.  
De nuevo aparco el tema previsto y me tomo la licencia de opinar sobre el derecho que vamos a ejercer y que, posiblemente, sea el más característico de la democracia, sin olvidar que Winston Churchill la definió como “el menos malo de los sistemas políticos”. Orillando cualquier influencia en el sentido del voto, lo que no me permitiría la cuota de sentido común que aún conservo, quisiera compartir una certeza en la que llevo instalado bastante tiempo sobre la conveniencia de votar. Admitiendo que alguien diga que lo contrario es un acto libre, legítimo y con significado, no deja de ser contradictorio que, cuando muchos todavía recordamos tiempos anteriores a la costosa conquista de ese derecho, se pueda tomar la deriva de la indiferencia. 

Es casi seguro que se nos pregunta menos de lo que quisiéramos, que se nos pide el voto a cambio de cuatro años de olvido y estamos convencidos del engaño, pero la renuncia al sistema provoca el efecto contrario al deseado y beneficia a quien menos se desea, por lo que las elecciones pueden ser una dura prueba de inteligencia democrática. Lo que nunca deberíamos –creo- es renunciar a lo que tanto costó.

Y en estas andaba con mis cortas ideas cuando, caminando por el circuito que une los dos puentes  –muy recomendable, por cierto, para según qué horas y edades- me encuentro un gran ejemplo de cooperación, organización ciudadana y participación sin ánimo de lucro: un grupo de vecinos del barrio de San Francisco entregados a la tarea de adornar el paseo para las próximas fiestas navideñas. Mucho material reciclado y tiempo que no se anota más que en su memoria. Un abeto elaborado con 3.000 botellas cortadas y ensambladas rodeado por una guirnalda con otras tantas y miles de cortes. Sigan y echen cuentas, que ellos las han echado, para aportar cada uno lo que ha podido. Quizá les den alguna ayuda oficial pero, hasta ahora, se guían por su sentido de comunidad y ciudadanía. Van por la segunda edición y, si me dicen que alguien ha puesto en marcha la iniciativa, contesto que eso es puro liderazgo efectivo. Para colmo, otro día tenían, cerca del tajo, una sartén de papas a lo pobre con pimientos que debía ser el colofón a los trabajos. Con un par.  A esta gente no hay que decirle que vote ni qué votar.

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