Desde hace demasiado tiempo sospecho que convivo con un problema lingüístico, no sé si mío o del entorno, porque interpreto los mensajes de una forma que luego parece no se corresponde con la realidad. No se trata de la lógica pérdida auditiva que a algunos acarrea el paso del tiempo, no. Creo que es otra cosa, aunque dudo si sabré explicarlo.
Me enseñaron que comunicación es el intercambio intencional de significados compartidos. Lo explicaba así un ponente añadiendo un ejemplo elemental de comunicación entre animales: el cruce de miradas entre un perro y un gato, contiene una emisión de señales, del tipo que sean, pero sujetas a un código y al análisis de los significados que ambas partes comprenden, incluso cada uno a su manera. Al final aparece una respuesta que suele ser de ataque, de huida o de indiferencia. La cosa es tan sencilla, que los bichos no necesitan filósofos, ni jueces para resolver sus litigios, excepto en las fábulas, ideadas para enseñarnos y quizás para devolver cierta apariencia de justicia a los irracionales, mientras nos recuerdan lo mucho que compartimos con ellos.
Cuando el animal razona, el proceso comunicativo se acerca a la perfección y aparece el lenguaje humano, que a tantos nos seduce por su capacidad para codificar mensajes de todo tipo y generar infinidad de matices, lenguas, contextos y funciones. Por supuesto, ofrece muchas más alternativas que las tres del esquema animal, ganando flexibilidad y sociabilidad a cambio de efectividad y tiempo. El procedimiento es más complejo y más seguro, sobre todo para los más débiles. Nos civilizamos, nos racionalizamos y conseguimos, aunque sea poco a poco, que nuestra comunicación se convierta en la versión incruenta del garrotazo que tantas veces ha servido para resolver diferencias.
Maravilloso invento si no fuera porque, una vez que se pacta el uso del código hablado que sustituye a la acción contundente, podemos intercambiar significados que tenemos por ciertos. Pero en un alarde de inteligencia que debe ser exclusivo de los humanos, podemos hacerlo lo mismo con otros, deliberadamente erróneos, a conveniencia. O sea, aprendemos a mentir cuando con ello obtenemos un beneficio, lo que puede hacer difícil el entendimiento, incluso entre los que hablan la misma lengua. Saben mucho de eso los abogados, que a diario escuchan verdades variadas y contradictorias de las que nadie se apea y con las que tantas veces pleitean, sin necesidad ni esperanza de entender o ser entendidos.
Con estas mimbres contemplo una partida que se juega en la torre de Babel desde hace meses. Cada cual tiene su relato y su estrategia para sacar el máximo poder de las cartas que les dimos. Puede que compartan idioma pero no el código, porque unos no se entienden mientras otros guardan un silencio elocuente. Me parece todo un diálogo de sordos - o de besugos, qué más da – pero esto es mucho más serio que un juego, aunque intente relajarme evocando la graciosa testarudez de los picapiedra y la coincidente onomástica que comparten a finales de junio. Creo que más de uno espera mejorar con un nuevo reparto de cartas. Y una vez más, debo decir que yo tampoco entiendo.
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