Es fácil que los escolares del Caminillo de hace quince y más años, algunos de los que hoy esperan la salida de sus hijos en el cole, no recuerden al orientador que en vano intentó convencer a sus madres de que no eran hiperactivos, palabreja que proliferaba de forma novedosa por los medios de comunicación para etiquetar, en versión clínica, mucha de la inquietud que tenemos de forma natural cuando hay pocos años y mucha energía. Con ayuda de anécdotas sobre todo, recordarán a las maestras y maestros que les enseñaron algunas de las cosas que saben, sin importarles la programación por competencias que soportaban o las leyes y normas educativas con las que debían lidiar, pero es difícil que se hayan olvidado de Hilario. Poco importa el hecho de que su verdadero nombre sea otro, usado sólo a efectos oficiales, porque en las historias personales de las mujeres y hombres a que me refiero, está reconocido con denominación propia.
Hubo un tiempo en el que abrió cada día las puertas del colegio, a la vez que conectaba aquella pantalla gran tamaño que fue su despacho de chucherías, en la que proporcionaba dulce consuelo a amarguras, madrugones y deberes por hacer, como alivio consumista a tantas obligaciones y mañanas con sueño. Cómplice comprensivo y bondadoso, fiaba o concedía, logrando hacer un poco más llevaderas aquellas jornadas escolares lejanas y prosaicas, de las que anhelaron escapar cuanto antes y hoy echan de menos como el paraíso perdido que todos hemos dejado atrás en los tráfagos de la vida.
Hasta que llegaron algunas reformas, no fue raro que la jornada comenzara con un catálogo de habilidades propias de un MacGuiver: puertas, cerraduras, grifos, ventanas, enchufes, pizarras y otras chapuzas por resolver, pero sobre todo, una vieja caldera de calefacción que tenía la fea costumbre de escacharrarse los días más fríos. El drama solía ser un poco más llevadero si estaba Hilario para purgar el circuito o para ocupar la mañana con la esperanza de un arreglo, se lograra o no.
Me resulta imposible no recordar una anécdota que me contaron y que resume su popularidad entre aquellos niños. Se hacía una representación en el salón de actos y a duras penas habían conseguido la calma de más de cien infantes en plena efervescencia aventurera logrando su atención momentánea, cuando se fue todo al traste al grito de “Hilario…Hilario..! para desesperación de las maestras, porque alguien olvidó correr las cortinas de la galería superior y la tropa, que lo vio pasar camino de algún entuerto, encontró inmediatamente al héroe cuya presencia podía terminar con aquel tedio impostado.
Hace unos años, para cumplir un compromiso editorial, pero sobre todo impresionado por la emotividad de la historia, escribí sobre su esposa y compañera, un relato en el que intentaba plasmar la grandeza y ternura que inspiraba una experiencia de la señorita Emilia cuando era la maestra de Alicia Mª y ésta prolongaba su aprendizaje en Josefa. Por eso le debía a Hilario -en realidad Gregorio- unas líneas de reconocimiento, que no se puede exigir a la ingratitud reinante cuando se pretende alojar en el olvido lo que no interesa, pero que él merece sobradamente, ya que estará por muchos años en la memoria de tantas mujeres y hombres que eran niños cuando trabajó en el Caminillo.
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