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sábado, mayo 13, 2017

La que arde y la que cae

Normalmente, no escribo por encargo. Tampoco necesito hacerlo considerando que apenas pretendo el desahogo momentáneo que reconozco como opinión y que seguiré haciendo mientras me encuentre con ganas y haya quien preste su atención o me indique, de forma más o menos razonada, la conveniencia de dejarlo. Aparte, imagino que escribir a petición ajena requiere un mínimo de calidad y aceptación que, en este caso, está por demostrar. Por ahí debí empezar. 

El caso es que, como toda norma tiene excepciones, esta será una de ellas con intención de no sentar precedente. En pleno proceso de ordenar ideas para un escrito sobre la pasada Semana Santa, me hace llegar su enfado una persona con la que mantengo la lógica deuda de gratitud hacia quien emplea su tiempo en leer mi columna además de otras razones de afecto que no vienen ahora al caso. Está un poco alterada por culpa de la cera, no de la que arde, que suponemos se transforma en humo lo mismo que tantas promesas, sino de la que cae, o dejan caer al suelo de forma desaprensiva, por aquello de una ley de la gravedad que mi amiga acaba de comprobar en sus propias carnes. Como en estos casos la integridad física puede ser una simple cuestión de suerte, me explica que ha podido sortear un buen batacazo sujetándose in extremis al brazo de alguien que pasaba cerca, con el riesgo de caída doble o el embarazoso trámite de abrazarte descaradamente al vecino con el que peor te lleves. Para qué decir si el culetazo sucede en pública concurrencia, circunstancia que multiplica los malvados efectos del evento, por mucho que los testigos se esfuercen en disimular la risa mientras te preguntan innecesariamente si te has caído o si te has hecho daño, cuestiones ambas superfluas a la vista de la cara que se te pone. Sin concesiones al lucimiento de las estaciones de penitencia –para estaciones estamos ahora- ella insiste en el susto por lo que le podía haber ocurrido, con la edad en la que vamos entrando.  

En casi todo tiene muchísima razón y me hago eco hoy de sus palabras. Reconociendo iniciativas sin éxito de particulares, de organismos y de corporaciones, este año por ejemplo, para que se utilice una tulipa que podría aminorar o hacer desaparecer el problema, parece que sentimos una especial atracción por el fuego y por poner horizontal la vela para que caiga la cera en la calle, como si no fuera de nadie, dejando claro que los razonamientos no siempre se aceptan como razonables. Sorprenden las cantidades de dinero que gastan algunos ayuntamientos de Andalucía en retirar del suelo la cera derramada a capricho unos días antes, mucho más si entendemos que los riesgos de caídas o accidentes son ciertos y la foto que adjunto es una prueba de que así se entiende. Extraña que nadie haya reparado en un anuncio de internet en el que una marca nacional vende velas del mismo aspecto y color que las convencionales, pero dotadas de una lámpara led, incluso con parpadeo que añade efecto titilante. Se acabaron las quemaduras, las manchas en la ropa o en el suelo, los apagones y el rito de prenderlas, aportando seguridad y limpieza. La industria de la cera sigue teniendo muchas aplicaciones y la de las velas puede reconvertirse vendiendo el nuevo producto con idénticos o parecidos márgenes. El problema para hacer este cambio, no estoy seguro de que sea resoluble, es que resulta demasiado barato, fácil y eficaz. 


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