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jueves, abril 13, 2017

Acoso y derribo

El turno de la compra puede ser un lugar tan indicado como el que más para ponerse al día de las novedades en el mundo educativo, del que me voy alejando, con tal de que se haga con discreción, y no por nada, sino porque, como de educación entienden todos, podemos terminar organizando un parlamento en el súper de manera que se mezcle el turno de la carne con el de la charla, a riesgo de que alguien se cuele en ambos con total impunidad. En semejante foro me transmitió hace días una compañera la inquietud y hartazgo de muchos profesionales por el tratamiento que se está dando últimamente a la resolución de los casos de acoso escolar, por las desagradables consecuencias que origina y también por los protocolos complicados que exige. Efectivamente, con frecuencia nos relatan los medios de comunicación historias de abusos que preocupan a la gente, pero mucho más a los encargados de educar. Motivos hay para ello.

El acoso ha sido objeto de tesis doctorales y estudios muy cualificados, por lo que puede resultar atrevido el tratamiento en esta columna que pretende, desde la cautela que impone una vida laboral dedicada a la brega educativa, esbozar unas pinceladas -opinión libre- aun a riesgo de resultar superficial y escasa.  Una vez más, ante este abuso, aparece la duda de si es un fenómeno que está en aumento o si lo que se incrementa es el conocimiento que tenemos de los casos. Sea de una u otra forma, es inevitable sentirse conmovido por el sufrimiento de la persona acosada y, a poco que se tenga alguna experiencia en ello, considerar las circunstancias que siempre juegan en contra de la víctima inocente. 

Es posible que una cuota de maldad, en cuya existencia estoy empezando a creer, edulcorada con algo de envidia, sea un añadido en muchos humanos reconcomidos por cualquier valor destacable en otro. Esto sirve también para el acoso en adultos, que existe aunque tenga menor eco. El origen estaría en las muchas carencias del matón, lo que consuela poco a la víctima que, además del maltrato suele tener que soportar otros estigmas sociales quizás más insufribles. Si todo esto se considerara “natural”, habría que pedir a la escuela, como banco de pruebas que nos pone en situación de aprendizaje, respuestas adecuadas y estrategias para asumir las limitaciones, reconduciéndolas mediante control de los sentimientos consecuentes. De esta manera, una situación aparentemente negativa, se convierte en oportunidad enriquecedora siempre que la gestión del conflicto aporte soluciones educativas.

Esta labor debería desarrollar actitudes críticas y generadoras de conductas asertivas que descubran a los acosadores, sobre todo cuando esconden el hopo a la hora de hacerse pasar por granjeros o utilizan los medios públicos para salir en supuesta defensa de las víctimas. También debería formar buenos testigos, en los que prevalezca cualquier idea, menos la de ponerse a salvo en perjuicio de la poca dignidad que le queda a uno cuando se empeña en salvar la parte de su pobre humanidad que le sirve para sentarse.  

El título es un guiño lingüístico-taurino dedicado a las personas compasivas que no pueden soportar el menor sufrimiento animal, sin percatarse de que los racionales lo son. 


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